Publicaciones en El Rinconete (CVC)

Dos miembros del grupo GITHE y autoras de este blog publican también entradas o artículos en el Rinconete del Centro Virtual Cervantes. Mientras preparamos la entrada del 8 de marzo, dejamos a quienes nos leen los enlaces a estas entradas:

Belén Almeida:

Palabras de mujeres en el Diccionario de Autoridades. En este artículo, se estudian las palabras que son marcadas como propias de mujeres en el primer diccionario elaborado por la RAE de 1726 a 1739.

Duendes en el primer tomo del Diccionario de Autoridades. La autora analiza algunos errores en la atribución de citas y citas misteriosas que se encuentran en el primer tomo del conocido como Diccionario de Autoridades (1726).

Solo sin tilde, Cristo sin h. En esta entrada, se analizan las actitudes de la sociedad ante las nuevas propuestas ortográficas de la Academia, comparando la de «solo» sin tilde con la modificación de la arraigada escritura Christo en el siglo XIX.

Secretarias modernas (y renacentistas). Aquí, la autora se fija en cómo en algunas cartas de los siglos XVI, XVII y XVIII se aprecia que no escribe la firmante de la carta, sino que encarga escribir a otra persona, concretamente (en este caso) una mujer a la que muchas veces se llama «secretaria».

Bichitos sobre la página. En este artículo, se persigue la historia de los nombres que se dan a las letras mal trazadas: arañas, patas de mosca, hormigas…

¿Por qué debemos, escribir, amaba? La autora reflexiona sobre la grafía propuesta por la RAE en Autoridades (1726-1739) deber, escribir o -aba en el imperfecto, diferente de la grafía medieval, que se había mantenido en parte en los siglos XVI y XVII: ¿a qué obedece esta propuesta? ¿Qué estaba haciendo la imprenta justo en ese momento? Y ¿actuaban igual las imprentas de todo el territorio español?

Faltas de ortografía, ayer y hoy. En esta entrada, se reflexiona sobre la ortografía, que, como se dice al final, «A lo largo de cuatro siglos […] pasa de ser un asunto que pocos asocian con el castellano (a lo sumo lo hacen con la lengua latina) a convertirse en un elemento fundamental y básico de la formación escolar, que despierta fuertes reacciones en casi todos los hablantes».

«¡Es usted un analfabeto!». Actitudes ante el analfabetismo en el siglo XIX. Aquí, se analizan a través de la prensa periódica del siglo XIX las actitudes ante el analfabetismo. «Analfabeto», por cierto, es una palabra bastante moderna, ya que data de los años 70 del siglo XIX. Pero ya antes se discutía apasionadamente sobre la habilidad de escribir o la falta de ella.

¿En qué se parecen santa Teresa de Jesús y la princesa de Éboli? En este artículo, se analizan las características comunes que presenta la escritura de santa Teresa y de Ana de Mendoza. ¡No son pocas!

Delfina Vázquez Balonga

Bartolos o bartolillos. La autora se fija aquí en el dulce tradicional conocido como bartolillo (también bartolo).

El viaje de los tirabeques. Se sigue aquí el camino de la palabra tirabeque, un catalanismo con el que se denomina un tipo especialmente delicado y delicioso de guisantes.

Por Navidad, guirlache. El delicioso turrón de guirlache es denominado por este aragonesismo. La autora sigue la palabra y el producto en su viaje a la prensa (anuncios) y las mesas en las navidades del siglo XIX.

Tras la pista de los alfóncigos. Alfóncigo, arabismo hoy poco usado, denomina lo que hoy se conoce más bien por el italianismo pistacho. La autora sigue su historia y su paulatina desaparición de los textos.

Del macarrón a la burrata: los italianismos en la mesa. Macarrón, ravioli, espagueti, ricota, tiramisú… Muchas son las palabras procedentes del italiano que usamos hoy en nuestro vocabulario cotidiano. La autora presenta aquí una selección.

¡Esperamos que sea de vuestro interés!

Dame el aguinaldo

La voz aguinaldo, del antiguo aguilando, no tiene un origen totalmente claro. En la actualidad, es una palabra que se asocia a las fiestas navideñas, con varios significados, como ‘canción de Navidad’ y ‘regalo que se da en Navidad’, aunque este es el más frecuente y, más en concreto, en forma de dinero.

“Aguinaldo” aparece ya en el Vocabulario español-latino de Nebrija (1495), donde se traduce como “strenae. arum”. “Strena”, además de un signo, anuncio u omen (dentro de la creencia de los romanos de que diferentes elementos anunciaban acontecimientos futuros), es un presente que se daba a comienzos de año, relacionado con los buenos deseos que se forman en ese momento para el año que se inicia. En 1516, el Vocabulario de romance en latín de Nebrija, además de traducirlo como strenae, lo iguala con “albricias”, el regalo que se hacía a un portador de buenas noticias. El Tesoro de Covarrubias (1611), que no recoge la voz aguinaldo, traduce albricias con strenae, “lo que se da al que nos trae algunas buenas nueuas”.

En el Diccionario de Autoridades (1726), se define aguinaldo como “El presente, o regalo que se pide, o se da en atencion a la festividad del Nacimiento de Christo Señor nuestro, y en la de la Epiphanía: que unas veces es de cosas comestibles, y otras de dinero o alhajas”. El Diccionario de Terreros (1786) menciona que este regalo se hace “el primer día del año, o el de Reyes”.

En los textos, el aguinaldo aparece como un regalo en dinero o especie dado no tanto en la familia, sino más bien a subordinados o empleados, o a grupos niños que lo pedían, con ocasión de las fiestas de navidad y fin de año.

Esta costumbre se puede ver reflejada en los documentos de archivo de diferentes épocas. En el siglo XIX, con la extensión del acceso a la escritura, se ven ejemplos de peticiones de estos obsequios por parte de trabajadores. Por ejemplo el documento 590 del corpus de documentos madrileños ALDICAM es una carta que escribió Bernardo Sánchez, uno de los mozos de sillas de la Hermandad del Refugio[1], en 1831. Este era uno de los empleos más característicos de la institución, ya que se ocupaban de hacer un demandado servicio de traslado para enfermos con unas sillas habilitadas para ello. En esta misiva, el empleado solicitaba, en nombre de sus compañeros, una suma que solían recibir o, como dice él mismo, “librarles la limosna acostumbrada que VVSS tienen destinada todos los años en semejantes Pascuas”. Como se puede ver, el aguinaldo es denominado “limosna”, un término que se suele asociar a la necesidad económica. El diccionario académico de 1822 indica que es “Lo que se da por amor de Dios para socorrer alguna necesidad” y, desde luego, aquellos que solicitaban ese dinero tenían apuros o al menos estaban en peor situación económica que los que lo entregaban.

Debido a que la carta fue escrita a finales de año, momento en que se daba el aguinaldo, Bernardo Sánchez desea felices fiestas: “dándoles las Pascuas y felices entradas y salidas de año”. Obsérvese que la expresión “entrada y salida” – y no al revés, como sería más lógico– sigue siendo muy habitual y se encuentra en numerosas felicitaciones navideñas. Por otro lado, había una preferencia por la palabra Pascuas que, según el mencionado diccionario de 1822, se refiere a “tiempo desde la natividad de nuestro señor Jesucristo hasta el dia de Reyes inclusive”. Así se ve en las numerosas felicitaciones que se conservan en los archivos, como ya explicó Belén Almeida en esta entrada del blog.

Hacia finales del siglo XIX y durante el siglo XX, fue usual que personas como serenos o carteros repartiesen en el barrio donde trabajaban tarjetas ilustradas de felicitación cuyo texto impreso, de manera más o menos transparente, solicitaba el aguinaldo: “Por esto con santo anhelo / las fiestas yo os felicito / y si me dais un poquito / de vuestra dicha y ventura / una alegría muy pura / llenará mi alma de amor / y agradecido y contento / queda vuestro servidor, | EL LIMPIABOTAS”.

Pueden consultarse algunas de estas felicitaciones-peticiones de aguinaldo en la Biblioteca Digital Hispánica: de limpiabotas, modistas, faroleros, por ejemplo.

Buenos deseos para el año a cambio de un pequeño presente: este parece ser el trato que subyace a la costumbre del aguinaldo, que por supuesto no se da solamente en España e Hispanoamérica, sino que existe también en otras latitudes, como puede verse en este artículo de Wikipedia sobre los “cantores de la estrella”, que en diferentes regiones centroeuropeas van por las casas cantando y escriben con tiza en las puertas de sus benefactores el año que comienza y las iniciales de los Reyes Magos.

Sin pedir el aguinaldo, el equipo de GITHE desea a todas las personas que leen este blog ¡muy feliz año 2021!

Belén Almeida y Delfina Vázquez Balonga

La imagen se ha tomado de unas felicitaciones de modistas que se pueden consultar en la Biblioteca Digital Hispánica de la BNE (en este enlace).

Cómo citar esta entrada:

Almeida, Belén y Delfina Vázquez Balonga (2021): “Dame el aguinaldo”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de [link].

Para saber más:

Se ha consultado el corpus ALDICAM (http://aldicam.blogspot.com/), para el que se ha transcrito el documento mencionado.

En el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (disponible en http://www.rae.es o directamente en este enlace) se han consultado los varios diccionarios que se mencionan en la entrada.

Además, hemos consultado la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España.


[1] Archivo de la Hermandad del Refugio, leg. 281/002, 0100

Nebrija, de nuevo frente a los bárbaros

Si fuera posible viajar en el tiempo y Nebrija se hubiera encontrado, de pronto, en nuestro siglo XXI, quién sabe si, a la vista de que los problemas de la universidad de su tiempo seguían siglos después sin resolverse[1], opositaría a policía, guardia civil, jardinero u otro cualquier empleo. No lo habría tenido fácil, y no pienso ahora en problemas con la estatura mínima exigida, sino, precisamente, con aquello en lo que era maestro, la ortografía. No se habría allanado Elio Antonio a escribir en prueba alguna deber con b, dijo con j o haber con su h y su b; aunque se lo hubieran exigido todos los académicos juntos, no habría puesto otra cosa que dever, dixo y aver. Y tampoco habría transigido con la c de decir o la b de cantaba, y tan aberrante le parecerían estas formas como a las personas mínimamente prácticas en ortografía de nuestro tiempo hazer o boz. La ortografía no es cosa menor, y una expresión de tanto dramatismo como “me sangran los ojos” se emplea muy en particular para mostrar nuestra reacción ante los dislates gráficos, pues pocas cosas ofenden más que aquellas que van contra un uso bien arraigado. Ya decía Cicerón que la costumbre es una segunda natura.

Como profesor de Historia de la lengua española, mi objetivo principal es que los estudiantes valoren la lengua de toda etapa del español como el resultado del esfuerzo de las gentes por entender y hacerse entender, y por traspasar nuevas fronteras en la expresión de sus ideas y creencias, pensamientos y temores, conocimientos e ignorancias. No resulta esta una tarea fácil, pues la actitud inicial, del todo comprensible, es rechazar lo extraño, decir que está mal, es un error o, de manera más técnica, un lapsus del copista. Solo el acercamiento paulatino, la lectura y examen de los textos de otras épocas permiten conocer y apreciar la gran corriente del idioma que fluye del pasado al presente y al futuro. No parece probado que, en general, ahora hablemos y escribamos mejor que en los siglos antiguos, y tras la lectura de la Política indiana (1648) de un Solórzano Pereira  creo que cabe poner en duda que los juristas de ahora usen mejor la pluma, o el teclado del ordenador.

Es actitud universal considerar bárbaros y atrasados a quienes nos han precedido y mirarlos con cierta suficiencia. Vistos desde el balcón de nuestro siglo, es comprensible que sean vistos así, pero si bajamos a las calles que ellos recorrieron, podemos percibir el esfuerzo por ser más sabios y mejores de tantos hombres y mujeres. Y los textos que llamamos “antiguos” son, casi siempre, el producto de persona con notable iniciativa. Si hay una persona en la que se cumple este afán de innovación es precisamente ese hombre nacido Antonio y rebautizado por sí mismo como Elio. Nebrija vio como bárbaros a los medievales, aquellos maestros que no pasaban de los gualterios, de los Disticha Catonis, de Dionisio Catón, del  Doctrinale de Villadei, del poema Aurora de Pedro de Riga,  de los ebrardos y de otros manuales al uso que los sufridos escolares tenían que rumiar una y otra vez[2], esas fuentes glosadas ad nauseam en un latín nada ciceroniano; y aunque es claro que Nebrija exageraba en su rechazo a los auctores, su idea de la corrección lingüística, su acerado examen de la gramática, su voluntad de estudiar y leer sin intermediarios a los clásicos explica esa conciencia de que estaba abriendo una puerta de entrada a la mejor latinidad. Con todo, como hispanista, lo que más me sorprende es que ese examen del latín no le impidió un acercamiento al castellano desprovisto, de manera casi absoluta, de prejuicios latinizantes, lo que es el resultado de una gran capacidad de observación de la lengua de todos los días. Las páginas de su Gramática castellana constituyen una prueba, pero, si cabe, aún más se aprecia esto en en sus propuestas ortográficas, pues constituyen una propuesta bien sólida en la construcción de una lengua moderna y aun internacional[3].

Dejando aparte sus observaciones de la Gramática castellana, donde mejor se percibe este edificio de lo gráfico es en sus Reglas de ortografía en la lengua castellana compuestas por el maestro Antonio de Lebrija[4]. El erudito octocentista Gregorio Mayans i Siscar las reimprime en 1735 por parecerle “que son las más bien fundadas, más sencillas y más fáciles de practicar”, y que “todos las debemos saber y practicar”.

Funda Nebrija su ortografía en escribir como hablamos y hablar como escribimos, y este principio es el que se aplicó en los alfabetos fonéticos, como, con otras palabra viene decir Nebrija, pues antes las cosas se representaban por imágenes, como sucede en los jeroglíficos, pero, porque este “negocio era infinito y mui confuso” se acomodaron las letras a la pronunciación. Cabe destacar la precisión con la que describe Nebrija el sistema gráfico y la correspondencia fonética, pues “la letra es la menor parte de la voz que se puede escrivir”. Así, habla de “mudas”, como la d y la p, es decir, oclusivas, y de manera intuitiva, y no del todo equivocada, define como “semivocales” a la l, n, r, s (hoy hablaríamos de líquidas), por sonar más que las mudas.

Otro principio es que las letras no se definen por las figuras sino por las voces, es decir, por su valores fonéticos y, así, cabe distinguir entre i vocálica, como en vida y consonántica, en iusto (hoy, justo). Destierra Nebrija la k, de cierto predicamento hoy en palabras marcadas. El uso de esta letra no es, desde luego, una innovación del s. XX, sino que tuvo larga tradición en la escritura visigótica, pero a principios del s. XVI “ninguno duda sino que es muerta”. Se anticipa Elio Antonio al tiempo al proscribir la qu, pues de ella “no nos aprovechamos sino por voluntad”, pues los quando, qual y quanto podrían escribirse con c; sin embargo, este uso continuó todavía varios siglos. Tampoco tiene sentido emplear la y griega salvo en palabras como raya, ayo, yunta, es decir, cuando es consonante; de hecho, Nebrija prescribe i incluso para la conjunción copulativa. La h de hago y hecho, puesto que suena como aspirada todavía a finales del s. XV, está justificado emplearla, pero no así cuando es muda (hombre, haver). La x suena en palabras como xabón, xenabe ‘mostaza’, y para el autor de las Reglas de ortografía  es de origen arábigo.

Tras enumerar las letras y sus oficios, Nebrija busca “el remedio para escrivir rectamente el castellano”. Da a entender nuestro gramático que g ante e, i se puede suplir con la j, de manera que g quedaría solo para /g/, ante a, o, u. Tampoco tiene sentido usar u y v tanto para la vocal como para la consonante (vno, uisto), por lo que conviene separar u para la vocal y v para consonante, por más que el uso medieval continuara aun en los ss. XVI-XVII y aun después. La confusión entre b y v (propiamente, entre las labiales oclusiva y fricativa) estaba ya extendida a finales del s. XV, y “algunos de los nuestros apenas las pueden distinguir”. Defiende Nebrija la distinción. En cambio, se acomoda sin reparos al uso innovador al postular ciudad por cibdad, y deuda por debda. Como se apuntó para la h, tiene Nebrija una clara conciencia etimológica, y señala cómo “nuestros abuelos” decían fago, fijo; el uso de h está justificado en estas palabras; la h muda solo la admite en algunas palabras a las que atribuye aspiración en latín, como honra, humanidad.

Aun sin las herramientas descriptivas que proporciona la fonología, acierta Nebrija al identificar la tradición gráfico-fonética que distingue entre s y ss, pues la doble se utiliza en casos como el optativo y subjuntivo, es decir fuesse (venido), donde la voz suena más “apretada” o fuerte, lo que identificamos con la variante sorda, frente a la sonora, más suave, representada por una sola s en posición intervocálica. El patrón fonético es seguido de manera casi siempre consecuente por Nebrija, y así postula empacho, emperador (aunque también emmudecer), por sonar una nasal labial en estos contextos.

Poco antes de que Mayans i Siscar defendiera las propuestas ortográficas de Nebrija, la Real Academia publicaba el llamado Diccionario de Autoridades, y en el prólogo al primer tomo (1726) incluye un Discurso proemial de la orthographia de la lengua castellana (pp. LXI-LXXXIV). Es del todo indicativo de la posición académica el empleo de grafías herederas de las latinas th y ph ya en el título. En la p. LXVI señala el prologuista que Nebrija da por regla general que las voces que derivan de la latina se escriban conforme a ella y, en cambio, las propias del castellano, como suenan. No atinaron en esto los académicos, pues la ortografía de Nebrija es bastante más fonética que la que propugna la RAE en su primer diccionario. Y si Nebrija señaló fundamento en la pronunciación de su tiempo, aunque no fuera ya general, para distinguir entre s/ss, busca ya Autoridades un criterio solo etimologicista al prescribir  todavía en passar, cessar o necessidad, pues siglos atrás se habían igualados los fonemas alveolares sordo /s/ (-ss-) y sonoro /z/ (-s-). Una de los puntos en que la RAE sucumbe al etimologicismo en el empleo de b y  v, pues si Nebrija prescribía dever y aver por venir de una -b- intervocálica latina, que en romance se hace fricativa (cf. fr. devoir, avoir; it. devere, avere), Autoridades solo tiene como criterio la etimología, pues prescribe beber  y enseñaba, y no bever y enseñava, cuando estas últimas eran las grafía castellanas justificadas, siglos atrás, por la fonología. Y del mismo modo defiende questión y qual por venir de qu latina, frente a cuajo y cuenta que no tienen este origen.

La ortografía académica no suscitó un apoyo unánime. Ya se ha dicho cómo Mayans i Siscar prefería la de Nebrija, por más simple y fácil de retener. Del mismo modo, el erudito decimonónico Esteban de Terreros y Pando busca unos usos gráficos que favorezcan la práctica de la escritura y su enseñanza[5]. Las sucesivas ediciones de la ortografía académica y, sobre todo, el Prontuario de 1874[6], proponen reformas que favorecen el foneticismo, y que, si ser este, ni mucho menos absoluto, cosa imposible en una lengua histórica, sí instaura unos usos relativamente conformes con la pronunciación, de acuerdo con el ideal, nunca alcanzado del todo, de escribir como hablamos y hablar como escribimos. Parece, pues, que el propio Nebrija, al que leyeron sabios como Mayans i Sicar y Terreros y Pando, se saliera, en parte, con la suya siglos después de la publicación de sus Reglas de ortografía de 1517.

Pedro Sánchez-Prieto Borja

Cómo citar esta entrada:

Sánchez-Prieto Borja, Pedro (2020): “Nebrija, de nuevo frente a los bárbaros”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: [link].


[1] Para el autor y el entorno universitario que le tocó vivir, véase la reciente biografía de Pedro Martín Baños,  La pasión de saber. Vida de Antonio de Nebrija, con prólogo de Francisco Rico, Huelva, Universidad de Huelva, 2019.

[2] Véase al respecto Francisco Rico, Nebrija frente a los bárbaros. El canon de los gramáticos nefastos, Salamanca, Universidad, 1978.

[3] No merece la pena volver sobre la manida frase “siempre la lengua fue compañera del imperio”, a la que se le han atribuido valores proféticos por aplicarla, contra la cronología, a la expasión americana, cuando Nebrija no podía pensar sino en el Norte de África.

[4] Reglas de ortografía en la lengua castellana, Alcalá de Henares, Arnao Guillén de Brocar, 1517. Citamos por la edición publicada por Gregorio Mayans i Siscar en la imprenta de Juan de Zúñiga (1735). <https://books.google.es/books?id=8WfD1C2NiB0C&pg=PA1&hl=es&source=gbs_toc_r&cad=3#v=onepage&q&f=false&gt;

[5] Diccionario Castellano con las voces de ciencias y artes. Edición facsímil [1786], 4 tomos, Arco/Libros, 1987. Véase tmabién Pedro Sánchez-Prieto Borja, “Paleografía y ortografía en la obra de Terreros”, en Esteban de Terreros y Pando: vizcaíno, polígrafo, jesuita. III Centenario: 1707-2007, Bilbao, Universidad de Deusto, 2008, pp. 387-403.

[6] Real Academia Española, Prontuario de Ortografía de la lengua castellana, Madrid, Imprenta Nacional, 1844.

Persianas y compañía

Ahora que vienen días de muchas horas de sol, ¿qué sería de nosotros sin las persianas, toldos y demás protecciones que tenemos en ventanas y puertas de nuestras casas? Especialmente, en los países más soleados se han utilizado siempre, y tenemos textos que lo atestiguan.

Quizá lo que más nos viene a la cabeza como hablantes de español es la persiana. Su origen es el gentilicio de Persia, pues era persiano y no persa el más empleado. Así aparece en la traducción de las Vidas paralelas de Plutarco que hizo Juan Fernández de Heredia a finales del siglo XIV: “era vestida de ropas persianas”. O más tarde, en la Instrucción de la mujer cristiana (1528): “una de aquellas mujeres principales persianas”. Este uso aparece en la base CORDE hasta el siglo XVIII. Con todo, su significado como objeto de hogar se usaba ya en esta época. De hecho, está en el Diccionario de Autoridades (1737):  “Llaman también una especie de celosía formada de tablillas atravesadas oblicuamente, de modo que entre el aire y no el sol”. Sin embargo, la primera acepción, en el mismo diccionario, es de un tejido: “Tela de seda con varias flores grandes texidas, y diversidad de matices”.  El origen sería el francés persienne (‘persiana, persa’), según Corominas y Pascual (DCECH), pero, a día de hoy, poca relación tiene ya el lejano Irán con las “tablillas” que ya citaban los académicos españoles de 1737.

En la evolución del vocablo, se ha dejado de ver persiana como un nombre de procedencia geográfica y ha acabado teniendo otros gentilicios a su lado: las persianas venecianas, romanas y japonesas. Las primeras, las venecianas, están reconocidas por el DLE (“persiana formada por láminas delgadas y algo curvas de aluminio u otro material que, ensartadas mediante cordones, quedan superpuestas y apretadas cuando se la sube”). Las otras, en cambio, no aparecen, posiblemente por ser de introducción más reciente[1].

La palabra que seguramente tenga más tradición es celosía. En los primeros diccionarios recogidos en el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, encontramos la variante gelosia. Por ejemplo, en el diccionario de voces castellanas e inglesas de Percival, de 1591. Pocos años después (1607) lo hace el glosario francés-español de Oudin, que deriva de gelosia a Celogia. Por su parte, el diccionario de Autoridades (1734) admite gelosía, pero indica que es “lo mismo que Celosia”, y así permanecerá en los diccionarios académicos hasta 1817. Si vamos a celosia en Autoridades, se define como “Enrejado de listones de madera, con que se forman unos pequeños agujeros en quadro, por donde el que mira puede ver sin ser visto”.  La celosía formó parte de la imaginación popular durante siglos como un instrumento no solo contra el sol, sino para evitar las miradas de extraños, para ver sin ser visto, y también como un recurso de las muchachas para dejarse ver en el momento oportuno por el pretendiente. Prueba de ello es la letra de la copla cantada por Concha Piquer:

“El mocito más garboso y español
en mi reja se paró con alegría
y me dijo “Quiero ver la luz del sol
o el lunar de tu mano, alza ya la celosía[2].

En cuanto a toldo, tiene también una larga tradición en la lexicografía. Su origen es germánico (compárese con el alemán actual Zelt, ‘tienda’). También aparece en el diccionario de Percival (1591); el término inglés correspondiente es curtaine, ‘cortina’. Para Oudin, entre otros sentidos, toldo es pavillon. Para Covarrubias (1611), en la misma época, es una cobertura de lienzo; recoge entoldar en “entoldar las calles: cubrirlas con lienzos”.

Las sombras portátiles de parasoles y sombrillas también aparecen en los textos y en los diccionarios. Parasol está recogido en el Diccionario de Autoridades (1737) como sinónimo de quitasol. En la edición del DRAE de 1925 y en las siguientes, se ofrecen dos sinónimos: “quitasol, umbela”. Hasta hoy, el Diccionario de la Academia (ahora DLE) remite a quitasol. Y quitasol ¿cuándo aparece? Pues mucho antes que parasol: ya está en el diccionario de Palet de 1604, donde por cierto la palabra francesa a la que corresponde es “parasol”. Parasol será, por tanto, un galicismo cuando por fin aparece en castellano…

Los textos confirman la preponderancia de quitasol frente a parasol y su uso muy anterior: parasol no aparece antes de 1795 en el corpus CORDE (quitasol desde 1535), y frente a los 125 ejemplos de quitasol antes de 1900 en este corpus, solo hay 7 de parasol, la mayoría de autores americanos, por lo que es posible que este término fuera más usado en América. Dicho esto, hay que señalar que en una búsqueda en el corpus CORDIAM, de textos americanos hasta el siglo XIX, parasol no se encuentra, mientras que quitasol tiene varios ejemplos.

El uso de los quitasoles era al principio, al parecer, un elemento suntuario, algo reservado a la nobleza o usado en fiestas o desfiles. Así, Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1535-57) muestra a un “indio con el quitasol delante de su señor, y otro con un cojín”, y fray Juan González de Mendoza en su Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran Reino de la China, menciona el regalo de varias piezas de seda, “un caballo para cada uno y un quitasol de seda”.

Pero aunque haya sido al principio un objeto de lujo, quizá más propio de otras culturas, en 1622 doña María Dávalos, una dama de Toledo (España), tiene ya entre sus bienes “un quitasol muy antiguo”. En 1686, en el inventario de bienes de un hombre preso en las cárceles inquisitoriales de Silao (México) hay “un quitasol con su funda”.

Sorprende encontrar, en unos pocos textos americanos, un uso de quitasol que parece denominar un sombrero o elemento que se coloca en la cabeza:

Y traýa por señal en la cauesa un quitasol grande de plumas que le cobría toda la cauesa (Huamán Poma de Ayala, Crónica, circa 1615)

La definición de quitasol en el Diccionario de Autoridades es preciosa:

Textorblogsombras_quitasolAutoridades

(follándose parece significar ‘plegándose como un fuelle’).

Guardasol parece haber sido una forma poco usada, aunque está recogido ya en Autoridades (1734); actualmente está marcado como “poco usado” en el DLE.

Sombrilla aparece en el DRAE en la edición de 1803 y es definido (qué cosas) como “quitasol pequeño”. En 1899 ya ha ascendido a “quitasol”. En el Diccionario manual e ilustrado de la lengua española (también de la Academia) de 1985, es definido como

textor_sombras_sombrilla manual 85

pero en la edición usual (el DRAE-DLE), sombrilla sigue siendo sinónimo de quitasol aún actualmente.

¿Y umbela? Procede del latín umbella. Umbella es la traducción latina de quitasol en, por ejemplo, el diccionario de Minsheu (1617):

L[atin] Vmbella. an Vmbrello, made in the manner of a Canopy put on a staffe to carrie over ones head in hot Countries

textorblogsombras_quitasolMinsheu

Y, como se ha visto en la ilustración de arriba, umbella también aparece como la forma latina correspondiente con quitasol en Autoridades. ¿Cuándo se empieza a considerar umbela, evidente cultismo, una forma castellana?

Hemos visto antes que aparece en el DRAE de 1925 como uno de los sinónimos de parasol: «quitasol, umbela». Pero ya mucho antes otros diccionarios le habían tomado la delantera al académico: aparece en 1853 en el de Domínguez, en 1855 en el de Gaspar y Roig o en 1895 en el de Zerolo. Sin embargo, esta palabra tiene trampa: no ha sido nunca, en estos diccionarios, un instrumento para protegerse del sol, sino que designa un “grupo de flores o frutos que nacen en un mismo punto del tallo” (salvo en el suplemento al diccionario de Domínguez, donde se define umbela como: “lit. lat. Es la sombrilla ó quitasol; y por analogía lo que se le parece”).

¿Significa esto que el Diccionario académico de 1925 propone que parasol designa tanto un quitasol como un grupo de flores o frutos? ¿Es un error? Sinceramente, no lo sabemos. Hasta 1936, umbela no aparece en ningún diccionario (de entre los recogidos en el NTLLE) como un techo o construcción, portátil o no, para proteger del sol o de la lluvia, pero desde entonces en adelante sí: la umbela es (además de una inflorescencia o grupo de frutos) lo mismo que guardapolvo, es decir, un “tejadillo voladizo construido sobre un balcón o ventana, para desviar las aguas llovedizas”. Gustavo Adolfo Bécquer usa la palabra en este sentido con frecuencia describiendo con léxico especializado diferentes iglesias españolas (Historia de los templos de España, 1857): “entre estas agujas, sostenidas por repisas y cobijadas por umbelas, hay tres estatuas”.

Este de Bécquer es de los muy pocos casos de esta palabra en CORDE, y parece que ni dama encopetada ni atildado caballero ha ido nunca, al tener que salir a la calle, fuera de la protección de persianas, toldos y celosías, en pleno agosto, al paragüero a coger su umbela favorita.

Pero un momento… Esto de umbela ¿no tendrá nada que ver con la palabra inglesa umbrella, con el significado de ‘paraguas’? Pues parece que sí: el latín umbella se cruzó, por etimología popular, con umbra (que significa ‘sombra’) y dio la forma umbrella. El italiano ombrella parece estar en el origen de la palabra inglesa umbrella.

Esperamos que guste esta entrada tan sombreadita y veraniega, al borde ya de agosto y de nuestras vacaciones.

Belén Almeida y Delfina Vázquez

Imagen: Joaquín Vázquez de Castro

 

Cómo citar esta entrada:

Almeida, Belén y Delfina Vázquez Balonga (2020): “Persianas y compañía”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: [link].

 

Para saber más:

Se ha consultado:

Academia Mexicana de la Lengua, Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (Cordiam) <www.cordiam.org>

DCECH = Corominas, J. y Pascual, J. A. (1980): Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid: Gredos.

Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española, Diccionario de la Lengua Española, 23ª edición <https://dle.rae.es/&gt;

Real Academia Española, Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. <http://www.rae.es&gt;

Real Academia Española, Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE), <http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle&gt;.

Merriam Webster: https://www.merriam-webster.com/words-at-play/where-does-umbrella-come-from-history

 

Notas:

[1] Según los expertos en decoración, las romanas son un modelo más moderno. https://decortips.com/es/casas/tipos-de-persianas-y-sus-caracteristicas/

[2] Canción “Por la celosía”. Se puede escuchar aquí: https://www.youtube.com/watch?v=U7xFki-7p0M

Entre libros y fogones (II): Manual del cocinero, cocinera y repostero (1828)

Fueron muchos los libros de cocina que se publicaron en el siglo XIX, incluso en la época más temprana; la obra La nueva cocinera curiosa (1822) tuvo un gran éxito y, a finales del siglo, destacó el Practicón (1894), de Ángel Muro, todo un clásico en la materia. En esta ocasión, vamos a hablar de un libro menos conocido, cercano en el tiempo a La nueva cocinera curiosa, pero con algunas diferencias.

Este libro fue editado en 1828 por el impresor León Amarita. Tal como leemos en el ejemplar publicado en la BNE Digital, se vendía en la conocida librería de Cuesta, muy cerca de la Puerta del Sol. La obra tiene como título completo Manual del cocinero, cocinera y repostero, con un tratado de confitería y botillería, y un método para trinchar y servir toda clase de viandas, y la cortesía y urbanidad que se debe usar en la mesa. A continuación, se indica que ha sido traducido “de la quinta edición francesa”, pero también “aumentado en algunos artículos” por D. Mariano de Rementería y Fica. De este traductor, por cierto, sabemos que nació en Madrid en 1786 y falleció en la misma ciudad en 1841. Se dedicó a varios oficios, pero fue principalmente escritor y filólogo, actividad que dio como fruto una gramática del italiano para extranjeros y un interesante compendio de lengua castellana para estudiantes de la Escuela Normal de Magisterio, entre otras obras[1].

La figura del traductor en este libro es especialmente importante, ya que puede considerarse, en parte, coautor de la obra, al introducir cambios tan notorios como el añadido de capítulos, hecho que anuncia desde la propia portada del manual. No solo eso; en la introducción, Rementería, que se presenta como “El editor”, explica hasta qué punto ha llegado su labor:

“Por lo que toca a la traducción, se ha procurado quede acomodada á la cocina española, suprimiendo aquello que no está en uso, y reemplazándolo con otros artículos, como el de los helados, que se ha añadido como mas interesante en nuestra nación, y añadiendo un segundo método de trinchar, que ampliando el del autor, facilite á toda clase de personas la destreza necesaria en una operación, que si no es glorioso saberla, en ocasiones ruboriza el ignorarla”.

En resumidas cuentas, deberíamos sospechar que Mariano de Rementería, además de saber francés a la perfección, era un entendido de cocina o, al menos, se asesoró con cuidado para acometer una adaptación tan notoria al lector español.

En cuanto a la lengua del libro, hay que decir que es rico en vocabulario culinario, dividido en alimentos o ingredientes, acciones e instrumental. Debido a la brevedad necesaria para esta entrada, nos detendremos solamente en los alimentos.

Respecto a variedades de una misma voz, llama la atención el uso constante de lonja en vez de loncha; la primera se ve ya en Covarrubias (1611), mientras que la segunda solo en el diccionario de la Academia de 1803: “Tajada delgada de carne, lo mismo que lonja”. Por lo tanto, es esta la forma más innovadora y hoy en día más utilizada en el español actual.

Como era de esperar, aparecen numerosos préstamos de otras lenguas exportadoras de términos gastronómicos, entre las que sobresale el francés. Podemos mencionar el caso de sirop, con el plural sirops, que aparece como un extranjerismo sin adaptación; Terreros (1788), critica el auge de este uso: “voz francesa mal introducida en castellano (…) esta solo quiere decir jarabe ò sorbete”. Lo cierto es que sirop tuvo aceptación para usos culinarios, aunque, eso sí, mediante una adaptación gráfica: sirope en el diccionario académico de 1927.  Otro hermoso galicismo es noyó, un tipo de licor tomado de la voz noyau, ‘hueso de fruta’, que no aparece hasta 1839 en el diccionario de la Academia. Y otra voz del francés muy popularizada es reineta, aplicada a las manzanas (del original reinette). Mariano de Rementería las menciona para el helado de manzana y, seguramente, es también aquí uno de los primeros, ya que no se vio reflejada en un diccionario hasta Domínguez (1853).

Pese al dominio de los préstamos del francés, hay anglicismos, como biftec, que no se suele ver en obras lexicográficas hasta unas décadas después. En CORDE, el registro más antiguo se encuentra en Fortunata y Jacinta (1885), medio siglo más tarde. Casi a la vez es la primera en el NTLLE, ya que se recoge en Academia 1884; por cierto, como “voz de uso reciente”.  

Igualmente, se puede citar un italianismo, marrasquino, de la voz maraschino, de marasca ‘cereza algo agria’ (DCECH). Su inclusión en los diccionarios no llega hasta mediados del siglo XIX, por lo que al publicarse el manual era toda una novedad.

Entre las numerosas voces castellanas perfectamente reconocibles, nos detenemos en el significado de algunas de ellas, como salmorejo. En la receta, los autores denominan así a un tipo de salsa con vino para la carne, coincidente con la definición que aporta Autoridades (1739): “Cierto género de salsa con que suelen aderezarse los conejos, que se compone de pimienta, sal, vinagre y otras especias”. Nada parecido a la crema fría de tomate que recibe ahora este nombre por lo común. Otro significado que puede confundir es el de coscorrón, que en el Manual del cocinero se usa para trozos de pan: “puede adornarse este plato con coscorrones de pan”. En la tradición lexicográfica solamente se recoge la acepción de ‘golpe’. Sí, aparece, en cambio, en el tratado culinario de Emilia Pardo Bazán, La cocina española antigua y moderna (1913): “Pero un puré solo, con coscorrones de pan, es buena sopa casera”. En este caso, el vocabulario de Rementería no debió surgir de tratados escritos, sino de la lengua más popular que brotaba en las cocinas madrileñas.

Son numerosos los términos que aparecen en el Manual del cocinero y, sin duda, reflejan el desarrollo y arraigo de ciertas voces novedosas en la lengua, algo muy visible en los préstamos. También se comprueba la existencia de ciertas voces popularizadas en la época y en desuso posteriormente. Es conveniente hacer un acercamiento a obras de ámbito culinario, debido al enorme interés que tienen para conocer el léxico, tanto para ampliar el repertorio (Torres Martínez 2017: 78)[2]. La disponibilidad de manuales como el que acabamos de consultar es una muestra pequeña pero clara de todo lo que podemos investigar en esta materia, sobre todo en la creciente bibliografía gastronómica del siglo XIX.

Delfina Vázquez. 

Imagen: Portada del Manual del cocinero (Biblioteca Digital Hispánica). 

Para saber más: 

DCECH = Corominas, Joan y Pascual, José Antonio (1980): Diccionario Critico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid: Gredos.

Eberenz, Rolf (2014): “El léxico español de la alimentación y la culinaria en su historia: fuentes y líneas de investigación”, en V. Álvarez Vives, E. Diez del Corral Areta  y N. Reynaud Oudot, Dándole cuerda al reloj: ampliando perspectivas en lingüística histórica de la lengua española, pp. 23-46. Valencia: Tirant Lo Blanch humanidades.

Torres Martínez, Marta (2017): “Recepción de léxico de confitería decimonónico en diccionarios del español”, en Études Romanes de Brno, 38, 2017, 2, pp. 69-81.

NTLLE = Nuevo Tesoro Lexicográfica de la Lengua Española. Disponible en www.rae.es:

VV. AA. (1828): Manual del cocinero, cocinera y repostero [Texto impreso] : con un tratado de confiteria y botilleria, y un método para trinchar y servir toda clase de viandas … / traducido de la quinta edicion francesa y aumentado con algunos artículos por D. Mariano de Rementería y Fica. Madrid: León Amarita. Disponible en Biblioteca Digital Hispánica <bne.es>

 

[1] Se puede consultar la interesante biografía de Mariano de Rementería Enel artículo dedicado a él en la Biblioteca Virtual de Filología Española: https://www.bvfe.es/component/mtree/autor/10497-rementeria-y-fica-mariano-de.html

[2] En su trabajo sobre el manual El confitero moderno (1851), Torres Martínez señala lo siguiente: “Sin duda, el espulgo de otros tratados culinarios o de textos relacionados con el ámbito de la alimentación y la gastronomía nos permitirá compilar un mayor volumen de léxico y, por otro tanto, esbozar ampliamente una clasificación de tipo onomasiológico”. Otros autores, como Eberenz (2014), también han apuntado la importancia del estudio del léxico de la culinaria.

Las palabras de la lactancia

Hace poco hemos celebrado el día Internacional de la Mujer, y cierto es que se suele recordar a pioneras en ciertas profesiones y ámbitos en los que la mujer era minoritaria o, sencillamente, no tenía permitido el acceso. Sin embargo, gracias a los documentos de archivo hemos podido conocer un poco mejor un trabajo en el que las mujeres fueron absolutamente imprescindibles: las amas de cría. Este empleo, casi siempre asociado a la necesidad, la pobreza y el mundo rural, tuvo una importancia enorme en la historia, ya que millones de niños le han debido a estas nodrizas nada menos que la vida. Hasta la aparición de la leche maternizada a mediados del siglo XX, la nodriza era la única posibilidad de que un lactante pudiera salir adelante si su madre había fallecido o no podía amamantarlo, de ahí que el ama fuera especialmente demandada en las instituciones en las que se atendía a niños abandonados, los expósitos. A menudo la razón de mayor peso para dejarlos en estos lugares era la falta de leche en las progenitoras. Así se puede ver en las notas de abandono de expósitos de la Hermandad del Refugio, institución madrileña encargada de recoger a estas criaturas para llevarlas a la Inclusa. En una de las más llamativas, de 1741, el encargado de hacer la nota escribe con la voz del niño: “mis padres son pobres y no me pueden dar a criar ni mi madre no me puede criar por no tener leche”. Es decir, la pobreza de los padres impedía que, en caso de necesidad, pudieran pagar una nodriza por sí mismos[1].

Debido a los numerosos casos de expósitos privados de la leche de su madre, la citada Hermandad del Refugio ofrecía lactancia gratuita a familias necesitadas que no deseaban entregar a sus hijos. Esto se puede ver en la documentación relativa a este servicio que se conserva en su archivo. Por ejemplo, en un documento de Madrid de 1799, un padre de familia escribe así:

“Manuel Lázaro de Tavira, vecino de esta corte, casado con María Teresa González Hortigosa, a los pies de vuestras señorías, con el devido respeto expone: Que haviendo dado a luz su esposa dos de un parto, día del presente y con tan cortos medios que apenas se han podido embolber, y su madre sin poder apenas criar uno de ellos por los pocos posibles lo uno, y lo otro por hallarse con los pechos apostemados (…)”.

Este caso reunía varios motivos para solicitar una nodriza; por un lado, la pobreza de la familia (“con tan cortos medios”) y un nacimiento múltiple (“dos de un parto”). Además, la madre tiene “los pechos apostemados”, de manera que, si ya era difícil alimentar a un hijo, resultaba imposible hacerlo con dos. En la época de la Ilustración se encuentra en este tipo de documentos el verbo de origen culto lactar como ‘dar el pecho, amamantar’. Así se ve en los papeles de instituciones benéficas como la citada Hermandad. En la misma solicitud que hemos mencionado, leemos una anotación de un empleado que pide “Informe el médico de la Hermandad si esta pobre se halla imposibilitada de lactar a su criatura”. Por cierto, el médico escribe más adelante, con fecha del día siguiente, 1 de diciembre, y confirma que la esposa de Manuel Lázaro tiene una apostema y no puede hacerse cargo de la crianza, “por lo que necesita ama para una o dos criaturas”.

El verbo lactar aparece en otros ejemplos de la época. En una carta de 1770, conservada en el fondo del Hospital de Santa Cruz de Toledo, del Archivo de la Diputación, el párroco de Navahermosa, Luis Celdrán, explica a los empleados de la institución el porqué del envío de un expósito llamado José. Cuenta que la madre está legítimamente casada, pero desde hace seis meses no se sabe el paradero de su marido, de manera que ella se encuentra “en la mayor calamidad y pobreza”, hasta tal punto que la criatura tuvo que ser vestida y alimentada gracias a la ayuda de sus convecinos:

“lo más del tiempo ha vivido y vive de limosna, habiendo tenido que esperar de la piedad de algunos caritativos, el que le subministrasen los fajos y paños necesarios a un infante que parió el día diez y nueve de febrero próximo pasado (…) y se está criando, y aun lactando de limosna”.

En este mismo fondo documental se puede encontrar el sustantivo lactación, preferido a lactancia, más usado en el español actual. Una muestra es esta carta escrita en 1771 por el alcalde ordinario del municipio toledano de La Mata, también para la admisión de un niño en Santa Cruz:

“habiendo dejado cinco hijos de corta edad y entre ellos uno de edad de ocho meses llamado Máximo, que alimentava la susodicha [su esposa] a su pecho, cuyos gastos de lactación no podía soportar con el corto jornal que adquiría”.

Ni lactar ni lactación están en los diccionarios del siglo XVIII, y solo aparecen por primera vez en publicaciones lexicográficas del siglo siguiente, según se puede comprobar por el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE). El verbo lactar está recogido en Domínguez (1853) con dos valores: el de ‘mamar’ y de ‘dar el pecho’; este último es el que hemos visto en los documentos del siglo XVIII.

Por su parte, lactación aparece en la edición académica de 1822, y remite a la palabra lactancia. Esta sí tiene reconocimiento en los diccionarios dieciochescos, con Autoridades (1734) como el primero. En esta obra, la entrada lactancia es definida como “El tiempo que mama la criatura, que es el que tiene obligación la madre de alimentar a sus hijos. Es voz puramente latina”. Si bien es un cultismo, se registra en castellano desde el siglo XVI; por ejemplo, la base CORDE nos muestra el empleo de una obra de Juan de Pineda en 1589: “Importancia de la lactancia para las costumbres”. En cambio, parece que lactación es posterior, de ahí que no se documente en diccionarios hasta el siglo XIX. Hemos podido ver que, al igual que lactar, se empleaba de manera habitual hacia 1770. Hay que decir que en la prensa también hemos podido ver algunos casos; un ejemplo lo encontramos en el Memorial literario e instructivo de 1788: “toda madre á de lactar sus propios hijos”[2].

 En cuanto a su presencia en textos de CORDE, esta se encuentra algo más tarde, en el siglo XIX, como en un fragmento de El pauperismo de Concepción Arenal (1885), y se ve menos en el siglo XX, aunque hay algunos ejemplos, sobre todo en tratados médicos y de higiene[3].

Delfina Vázquez

Imagen: Valeriano Béquer, «Nodriza pasiega» (1856). Red Digital de Colecciones de Museos de España (CERES).

 

Cómo citar esta entrada:

Vázquez Balonga, Delfina (2020): “Las palabras de la lactancia”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: https://textorblog.wordpress.com/2020/03/12/las-palabras-de-la-lactancia/.

 

Para saber más

Autoridades= Real Academia de la Lengua Española (1726-1739): Diccionario de Autoridades. <http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1996/diccionario-de-autoridades&gt;

CORDE= Corpus Diacrónico del Español.
Domínguez, Ramón Joaquín (1853): Suplemento al Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la lengua española. París: Establecimiento de Mellado.

NTLLE= Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española. http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle

Sánchez-Prieto Borja, Pedro y Delfina Vázquez Balonga (2019): La beneficencia madrileña. Lengua y discurso en los documentos de los siglos XVI al XIX. Madrid: Ediciones Complutense.

[1] Documentos extraídos del archivo de la Hermandad. Para saber más, véase Sánchez-Prieto Borja y Vázquez Balonga (2018)

[2] Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional. http://www.bne.es/es/Catalogos/HemerotecaDigital/

[3] El más tardío de lactar, en López Ibor (1968).

Frutos muy bordes

Esta entrada nace de un desconocimiento. En una canción del Manojuelo poético musical de Nueva York, titulada “A Pascual no le puede / ver su pastora”, se compara a Bartola, la hermosa pastora amada del Pascual del título, con diversos elementos: con él es “espina”, con otros “rosa” y “una flor […] que se deshoja”; es un “sol” (con sus «sombras”), una “aurora”; su llanto es “agua de calabobos” (pues enternece a Pascual, que según la canción es un bobo). Bartola es, según dice el propio Pascual, “quejoso”,

para todos lima dulce
y para él lima sorda.

Aquí se puede oír la canción.

“Lima dulce” se refiere a una fruta, pero en principio no supe qué era “lima sorda”, aunque me extrañó que “sorda” se refiriera a una fruta no comestible, ya que no conocía este sentido de “sordo”. Efectivamente, mirando el Diccionario de Autoridades (1734), se comprueba que “lima sorda” no es una fruta, sino una lima herramienta “que está cubierta de plomo, y tiene unos cortes tan sutiles, que hace poco ò ningn ruido al partir ò limar el hierro”, y también, “Metaphoricamente se llama el tiempo, y todo aquello que imperceptiblemente, y sin sentir, vá gastando y consumiendo alguna cosa”. En resumen, que a Pascual el trato que le dispensa su pastora, y los favores que concede a otros, le van desgastando como una de estas limas.

Pero aunque me quedó claro el juego de palabras lima dulce / lima sorda, me seguí preguntando qué nombres recoge el diccionario que se dan a frutos no comestibles, variedades salvajes de plantas que también son cultivadas para el consumo humano o animal, o plantas silvestres que se considera que se parecen a otras cultivadas aunque no sean variedades de ellas. Buscando con diferentes herramientas (principalmente con DiRAE), esto es lo que encontré.

Borde es una de las denominaciones más habituales para plantas silvestres. Es la misma palabra que ahora usamos para denominar a una persona antipática, y antes denominaba también a una hija o hijo nacidos fuera del matrimonio (no en vano está relacionado con el latín tardío burdus ‘bastardo’ y con el catalán bord, con el mismo significado). Así encontramos pino borde, çafrán borde, corrigüela borde, té borde.

Otros adjetivos usados para denominar frutos y plantas no cultivados son “silvestre”, “agreste”, “salvaje”, “bravo” o “bravío”, “salvajino” o “selvajino”, “montés”, “agraz”, “loco”, “campesino” o “campés”, así como “amargo” aplicado al fruto. Hay otros que, en general, se aplican en pocos casos: rosal perruno, castaño regoldano, higuera loca, apio cimarrón.

Es frecuente el uso de la forma diminutiva en -illo en el nombre de las plantas, tanto para denominar una especie silvestre como otros vegetales que por alguna razón se considera que se parecen a otro: cohombrillo amargo (planta medicinal de la familia de las cucurbitáceas), calabacilla (otro nombre del cohombrillo amargo), usillo (nombre que recibe en Aragón la achicoria silvestre), romerillo (en muchas zonas de América, una planta silvestre usada en medicina casera), lechuguilla (lechuga silvestre), espigadilla (cebada silvestre), rabanillo (una “hierba nociva muy común en los sembrados”). También hay otros derivados regulares o irregulares, como arvejona loca (en Andalucía ‘arveja silvestre’), oleastro ‘olivo silvestre’ (en realidad procede de un derivado latino, oleaster, de oleum + aster), o ceborrincha ‘cebolla salvaje’, así como palabras compuestas como tapaculo (rosal silvestre). También es frecuente la presencia entre estas palabras de préstamos, como arán (nombre dado al endrino en Álava y Vizcaya), que viene del vasco; nochizo (avellano silvestre), de una voz mozárabe; guadapero, del flamenco wald-peer (‘peral de bosque’) o alloza ‘almendra salvaje’, del árabe.

Pero quizá lo más bonito de la denominación de estas plantas es la enorme cantidad de palabras propias: el rosal silvestre recibe, según las zonas, entre otros los nombres de gabarda, galabardera, pirlitero, agavanzo, gavanzo, escaramujo, caramujo o mosqueta; la achicoria silvestre es llamada camarroya o usillo; el puerro silvestre, ajotrino y ajipuerro; la fresa silvestre tiene gran variedad de nombres, como moriángano, meruéndano, metra y mayueta; el ciruelo no cultivado es llamado asarero, endrino, andrino, arán; la grosella silvestre recibe la denominación de cascalleja (en Álava, según el DLE) y uva espina; el olivo silvestre es llamado zambullo, acebuche, oleastro; la alcachofa silvestre, morrilla y alcaucil; el peral silvestre es guadapero, piruétano, peruétano, garullo; la uva silvestre, labrusca, uvayema o agrás, mientras que la vid silvestre es llamada agrazón. El allozo es un almendro silvestre. Un regoldo (no tiene que ver con regüeldo ‘eructo’, sino con re + burdus) es un “castaño borde o silvestre”. Un manzano silvestre puede ser llamado maguillo, y sagarmín (en Álava) la manzana silvestre; cabrahígo y cornicabra son nombres de la higuera silvestre; nochizo (derivado de una voz mozárabe, y esta del latín nux, nucis ‘nuez’) es un avellano silvestre; dauco es un nombre de la zanahoria silvestre.

Bastantes de estas denominaciones son propias de una u otra zona, y están marcadas así en el diccionario. Probablemente faltan muchas que se siguen usando, y quizá alguna de las reseñadas no se usa ya. Son términos preciosos que recuerdan la vida campesina como fue durante siglos.

Belén Almeida

Fotografía: Belén Almeida

 

Cómo citar esta entrada:

Almeida, Belén (2019): “Frutos muy bordes”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: https://textorblog.wordpress.com/2019/10/21/frutos-muy-bordes/.

 

Para saber más:

Aquí (en página 122) puede leerse el texto completo de la canción de Pascual y Bartola

Con DiRAE puede buscarse en el interior de las definiciones del Diccionario académico. En este caso, se ha buscado la palabra “silvestre”.

«Hijito me llama»

En el cuento XXXVI del Conde Lucanor, una mujer llama «marido» a su hijo «por el grand amor que avía a su padre» (del chico), un mercadero que se fue «sobre mar a una tierra muy lueñe» dejándola encinta. Al volver el padre, y gracias a un buen consejo que había comprado, no se precipita a matar a ambos a pesar de oír ese «marido» por la ventana, sino que espera y descubre que el mancebo no es «omne con quien fazía mal» su mujer, sino su propio hijo.

No parece haber sido habitual nunca llamar «marido» al «hijo», pero en cambio sí lo fue llamar «hijo» o «hija» al marido o a la mujer. En los siglos XVII y XVIII, es probable que muchas mujeres y hombres llamasen «hijo» o «hija» a personas unidas a ellos por lazos familiares o de amistad, pues era una expresión habitual de cariño, como recoge el Diccionario de Autoridades:

hijo_Auts

En cartas de estos siglos, se encuentra muchas veces este tratamiento. Una mujer dice a otra, su hermana o su cuñada, en una carta de 1683 (Archivo Histórico de la Nobleza, Luque, C. 874, D. 10), lamentándose de algún achaque que le impedía coger la pluma [este documento aparece en la imagen inicial, con «hija» destacado]:

yo, hija, estoi tal que no puedo escrivirte de mi letra

Y otra comenta, en 1684 (Archivo Histórico de la Nobleza, Luque, C. 874, D. 11), que tras la muerte de su hijo Salvador quiere más aún a los hijos de su prima, a la que llama «hija mía»:

cree, hija mía, que desde que pasó a ser ángel mi Salvador, tocada d’esta ternura, quiero a tus hijos aún más de lo mucho que los quería

Pero, como se decía antes, también entre marido y mujer o dentro de las relaciones amorosas se da este tratamiento. Un hombre escribe a su esposa en 1680 (Archivo Histórico de la Nobleza, Luque, C. 874, D. 2):

en fin, hija mía, yo estoy bueno

Este uso, aunque en menor medida, se sigue dando, y de hecho consta aún en el Diccionario de la lengua española, en la quinta acepción de hijo, a:

5. m. y f. U. como expresión de cariño entre las personas que se quieren bien.

Sin embargo, yo diría que hoy, al menos en la zona en la que vivo, hijo/a (mucho más usado que hijo mío/hija mía) es marca más bien de impaciencia o leve rechazo que de cariño. Se ve muy bien este valor en distintos pasajes de El Jarama:

-Bueno, hija, bueno -cortaba Santos-; a mí no me grites.

Eres, hija mía, de lo que no hay.

¡Vaya una calma, hijo mío! ¡Buenos vendrán los mantecados!

-Qué antipático eres, hijo mío.

Bueno, hijo, venga, dejaros de Eduardos y a ver lo que hacemos. ¿Se baila o no se baila?

A pesar de ello, creo que resulta bastante fácil para un hablante actual comprender y aprehender el valor cariñoso de hijo/a para dirigirse a familiares o amigos. Más raro resulta encontrarlo en un contexto erótico, como este poema de Meléndez Valdés:

Oda III

Cuando mi blanda Nise
lasciva me rodea
con sus nevados brazos
y mil veces me besa,
cuando a mi ardiente boca
su dulce labio aprieta,
tan del placer rendida
que casi a hablar no acierta,
y yo por alentarla
corro con mano inquieta
de su nevado vientre
las partes más secretas,
y ella entre dulces ayes
se mueve más y alterna
ternuras y suspiros
con balbuciente lengua,
ora hijito me llama,
ya que cese me ruega,
ya al besarme me muerde,
y moviéndose anhela,
entonces, ¡ay!, si alguno
contó del mar la arena,
cuente, cuente las glorias
en que el amor me anega.

Creo que el uso de «hijito» en este contexto resulta chocante actualmente, y en la modernización de este mismo poema que realiza Luis Alberto de Cuenca es uno de los elementos que cambian.

Dedicaremos más entradas a los tratamientos familiares que encontramos en cartas personales de siglos pasados, un aspecto a caballo entre lo emotivo y lo formulístico (como hoy pueden ser «vida mía» o «mi amor»): ¿quién puede decir que quien escribía «primita de mis ojos», «vidita», o «tía y querida de mi vida» no sentía nada al hacerlo? Pero ¿cómo negar que se habrán usado también de manera manida?

Belén Almeida

Cómo citar esta entrada:

Almeida, Belén (2019): ““Hijito me llama””, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: https://textorblog.wordpress.com/2019/03/19/hijito-me-llama/.

Para saber más:

Se ha consultado El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, en el corpus en línea CORDE, de la Real Academia Española.

La imagen del Diccionario de Autoridades se ha obtenido del Nuevo Tesoro Lexicográfico del Español, que puede consultarse también en la página web de la RAE.

Las cartas citadas se han consultado en el portal PARES de Archivos españoles.

Juan Meléndez Valdés, Poesía y prosa. Selección, introducción y notas de Joaquín Marco, Barcelona, Planeta, 1990.

 

Horchata, calabazate, tisanas y letuarios

En la historia de la alimentación y de la cocina y (en algunos casos) antes aún en la historia de la medicina existen muchas palabras como ordiate, calabazate, guayabate, codoñate, piñonate, avenate, pinolate… ¿Son todas algo parecido? Pues realmente no: caen, de manera general, en dos categorías: las «tisanas» y los «letuarios», es decir, las bebidas y las pastas dulces sólidas.

El ordiate (la Academia, desde Autoridades, se decidió por escribir hordiate, con h-, porque viene de hordeum ‘cebada’, pero prácticamente siempre se escribía sin h- y sin h- aparece en Covarrubias y otros muchos diccionarios anteriores al de Autoridades) era una bebida hecha cociendo cebada, que primero se usó como medicina y luego, mezclada con azúcar, como refresco. Como medicina, el ordiate era usado frío para refrescar y alimentar a los enfermos.

Curiosamente, la tisana (ptisana en Autoridades, aunque dicen que «Oy muchos la llaman Tipsana») es algo muy semejante según los diccionarios antiguos, pues en Autoridades se dice se llama así una bebida medicinal compuesta de agua de cebada y otros ingredientes. Hasta 1837 no se recoge en el diccionario de la Academia que la tisana no sea cebada cocida en agua, sino un cocimiento de «varias yerbas» en agua.

Parecido al ordiate era el avenate, que consistía en avena cocida en agua, bebida fría. Esta palabra aparece por primera vez en el Diccionario de la Academia de 1770. Al contrario que ordiate/hordiate, nunca se ha escrito con h-, como tampoco avena (al contrario de lo que pensaba un personaje de la Regenta en una descacharrante escena del capítulo VII). El significado actual de avenate ‘arranque de locura’ no entra en el diccionario académico hasta 1925. Es evidente la relación entre este significado y la palabra avenado ‘loco’, pero parece seguro que la forma de la palabra avenate (bebida de avena) contribuyó a formar la nueva palabra avenate (arranque de locura), como una manera humorística o eufemística de referirse a una realidad difícil de nombrar. Así lo defiende en su tesis doctoral (que se puede consultar aquí) Diego Varela, que nos habló en este post de este procedimiento de creación de palabras, que él ha denominado homonimia parasitaria.

El avenate es comparado en el Diccionario académico con la almendrada, bebida compuesta de «la leche que se saca de las almendras machacadas» a la que se añadía azúcar. En cambio, el almendrate (y ahora vamos a -ates que no son líquidos) es un antiguo «guisado con almendras» (hablamos aquí de guisados con cilantro, a veces llamados celiandrate). Algunos guisos recibieron estos nombres acabados en -ate, como el citado almendrate, el avellanate, el calabacinate o el bruscate, que están todos en el DLE.

Otros términos acabados en -ate, más usados hoy, son dulces de frutas, letuarios o confaciones, primero medicamentos dulces de consistencia pastosa, luego simples dulces de frutas: membrillate o codoñate (de membrillos), calabazate (de calabaza), guayabate (de guayaba), piñonate (de piñones; actualmente, en Nicaragua, dulce de guayaba verde o de coco), duraznate, azanahoriate, uvate e incluso el fascinante ate (en México, «pasta dulce o carne hecha de frutas como membrillo, durazno, guayaba, etc.»), una derivación regresiva en que se interpreta que el elemento originariamente derivativo -ate contiene el significado de ‘pasta de frutas’ y se utiliza como nombre genérico de todos los -ates.

El higate, antiguo potaje de higos sofritos con tocino, cocidos en caldo de ave y sazonados con azúcar y canela, está en la frontera entre los guisos y los platos dulces y muestra una tendencia muy en boga en la temprana Edad Moderna, la de combinar especialmente ave con azúcar, como se mostró en la entrada sobre el manjar blanco.

Hoy, la horchata es el descendiente de ordiate y avenate, y su étimo es, como el de ordiate, hordeum ‘cebada’, como puede verse estupendamente explicado en este artículo de Rinconete, del Centro Virtual Cervantes.  Con tantos y tan alimenticios -ates, no es extraño que se aclimatase tan bien un visitante como el chocolate, y raro es que no haya tenido más éxito el mate. (Por supuesto, bromas aparte, se trata de palabras con orígenes muy diferentes de nuestro -ate, de procedencia catalana).

Dejamos para otro día los letuarios que comienzan en dia-…

Belén Almeida

 

Para saber más:

He utilizado en la búsqueda la herramienta DIRAE: https://dirae.es/

Fotografía: https://pxhere.com/es/photo/38406

«Fulán au fulana», zutana, mengano y perengana (y roviñano)

Cuando, hace ya bastantes años, cursaba árabe en el Centro de lenguas de la Universidad de Alcalá, nuestro profesor solía poner ejemplos de uso, por ejemplo de verbos, diciendo en árabe frases como “alguien (hombre) o alguien (mujer) come una manzana” (en árabe los verbos tienen género en segunda y tercera persona, y no se dice igual tú (mujer) comes que tú (hombre) comes, ni canta es igual si canta él y si canta ella, y lo mismo ocurre en dual y plural).

Para decir este “alguien (hombre) o alguien (mujer)”, Mohammed decía “fulán au fulana” («au» es o, la conjunción disyuntiva). Con frecuencia, respondía a las sonrisas que provocaba en algunas personas la palabra “fulana” expresando que en árabe no tenía el mismo significado o el mismo uso que en español. En español actual, claro. Porque la historia de esta palabra en español es larga y compleja.

En castellano, “fulano” o “fulán” y “fulana”, tomados del árabe, fueron muy empleados en la Edad Media (al comienzo, mucho más frecuentemente fulán que fulano, pero ya en el XV es más usual fulano). Según el Diccionario crítico etimológico de Corominas (es heredado de mi padre y anterior al Corominas-Pascual), “[e]n árabe fulân es adjetivo con el mismo valor del cast. tal […] aunque puede también sustantivarse, tal como se emplea en castellano”.

Efectivamente, la palabra es usual tanto acompañando a un sustantivo (“dize que fulán omne le tomó aquella cosa”, “fulán alcalle la mandó fazer”, “yo fulán escrivano la escreví”) como sin acompañar (“si la pesquisa tañe en fulán que mató a fulán”), todos estos ejemplos en Leyes de estilo, en el manuscrito escurialense Z.III.11, que se puede consultar en línea en CORDE (así como el resto de los textos citados). También aparece como “fulán tal” o “fulán atal”.

Como servía para denominar a una persona cualquiera o desconocida, es muy frecuente en leyes y fueros, cuando se denominan posibles casos que la ley debe prever. “Fulán moro” y “fulán judío” son utilizados en las Siete partidas de Alfonso X para la fórmula por la que deben jurar musulmanes y judíos a los que se toma juramento, de modo que el juramento sea válido:

E aquel que toma la jura del judío hale de conjurar d’esta manera: “¿Juras tú, fulán judío, por aquel dios que es poderoso sobre todos e que crio el cielo e la tierra e todas las otras cosas, e  que dixo ‘Non jures por el mio nombre en vano’, e por aquel dios que fizo Adam el primero ombre e le puso en paraíso e le mandó que non comiese de aquella fruta que él le vedó […]?”

La forma en femenino es rara entre las apariciones más tempranas, aunque puede verse en Berceo, cuando la Virgen dice a su hijo que quiere rogarle “por alma de un monje de tal convento”:

Fijo -disso la Madre- a rogarvos venía
por alma de un monge de fulana mongía.

Otros ejemplos tempranos de “fulana” aparecen también en conjunción con lugares, como “Un peçe de los peçes de fulana isla, que ninguno non lo conosçe sinon yo” (Calila e Dimna), “E la moça dixo: – Yo só fija de un rey de fulana tierra e venía cavallera en un marfil” (Sendebar), aunque en el Espéculo o en el Picatrix (siglo XIII) lo encontramos referido a mujeres:

En qué manera deven seer fechas las cartas de las dotes e de las arras que los maridos dan a sus mugieres. Dotes o arras, que es todo una cosa, cuando alguno las dier a su mugier e mandare ende fazer carta dévela fazer el escrivano en esta manera: “En el nonbre de santa trinidat […] e pues que el casamjento tan buena cosa es e tan derecha, yo don Fulán escogí a vós doña Fulana por mi mugier, e porque tan bien en la vieja ley como en la nueva ningún casamiento non se fazié sin arras, por ende yo don Fulán fago esta carta de dote a vós doña Fulana mi esposa (Espéculo)

“Tú, Tagriel, tráeme a fulana mugier por amor e por amistad”, e nombra a qui quisieres. (Picatrix)

En la Edad Moderna, se siguió utilizando ampliamente “fulano” con el mismo valor, y además se convirtió en frecuente usarlo para sustituir el nombre propio o el apellido si no se sabía, como en “el tercero fue don Fulano Manrique” o “mayormente que un Bartolomé Fulano dixo que había visto por aquella costa un buen puerto” (Historia de las Indias, de Bartolomé de las Casas). En la siguiente declaración de un testigo en un proceso inquisitorial de 1661 (pronto se podrá consultar en CODEA), se nombra a una serie de presuntos judaizantes que vivían en “Bayona de Francia”. “Fulano” o “fulana” sustituye al nombre o al apellido desconocidos, y es una de las formas que tiene quien declara (o quien recoge la declaración) para indicar falta de conocimiento, junto con “cuyo nombre no sabe” (pero esto se emplea más bien si se ignoran el nombre y el apellido) y citar la relación con otro acusado (“y su gente”, “su mujer e hijos”):

Ítem declara que en la ciudad de Bayona de Francia son judíos observantes de la ley de Moisés Diego Rodríguez Cardoso, su muger y sobrinos, cuyos nombres no save, don Francisco Navarro, Manuel Rodríguez, padre de doña María de Soria, su muger y hijos, Manuel Gómez Talavera y un hijo suyo de su propio nombre, alias Manuel Machuca, Jorge de Castro, Fulano Marques, Manuel Álvarez Castro y su gente, el doctor Acosta, el doctor López, de quien ha depuesto y que se fue a Liorna, Simón Núñez Nieto y su gente, sobrino de Fernán Núñez, presso en Sevilla, la viuda de Antonio Fernández, alguazil de corte, que estubo presa en Toledo; Sebastián Rodríguez, Diego Rodríguez Ciudad Real, reconciliado; Fulano Caravallo y su gente; […] don Gerónimo, cuyo apellido no save, que está casado en esta corte con una castellana y es maestro de niños en Bayona; Fulano Vidal, sastre, y su muger, cuyos nombres no save; Jorge Luis; los Berines, que son dos hermanos y suelen venir a Madrid, Fulano Saravia, hermano del dicho Manuel López Saravia, vecino de Burdeos, Fulano Rodríguez y Clara Rodríguez, su muger; Mateo de Campos, la muger de Manuel Núñez Franco, preso en Valladolid, y dos hermanos de dicha muger, cuyos nombres no save, solo que el uno se llama Fulano Araujo

Pero no solamente se da a las personas desconocidas los nombres de fulano/a, sino que existen otras palabras para citar a más personas, siempre tras citarse “fulano/a” en primer lugar. Hoy diríamos, probablemente, en este orden: fulano/a, mengano/a, zutano/a y perengano/a, aunque rara vez se usa ya zutano, y mucho menos perengano.

En el pasado, la situación fue diferente y cambiante. Mengano es un elemento que se usaba raramente antes del siglo XIX, y constituía en general el tercer término tras fulano y zutano/citano. Hasta 1832, mengano no entra en el DRAE, mientras que zutano y citano estaban ya en los diccionarios preacadémicos y fueron recogidos, por supuesto, en el Diccionario de Autoridades (1726-39).

En el XIX, mengano no solo se utiliza cada vez con mayor frecuencia, sino que se adelanta a zutano y comienza a utilizarse en segundo lugar tras fulano. Sin embargo, en una búsqueda en CORDE, puede comprobarse que zutano/a sigue siendo el segundo elemento preferido tras fulano/a aún en el siglo XX (16 casos frente a 11), aunque quizá depende de la zona.

Pero además de fulano (también en la forma hulano), mengano, citano/zutano (también en las formas çutano, zitano o sutano) y perengano, existían perencejo y roviñano (en DLE robiñano).

Puede verse el uso de todos en estas citas:

–Sostengo yo –clamó el maestro con firme voz– que los días de gloria se fueron para no volver. En mi pueblo aprendí este refrán: Don Fulán por la pelota, don Zitán por la Marquesota y don Roviñán por la rasqueta, pierden La Goleta.  (Galdós)

Yo no digo nada más que la verdad, y no en secreto sino públicamente, delante de Juan y de Pedro, de fulanito y de perencejo (Galdós)

–¡O lo que diera yo -dezía Andrenio- por ver lo que será del mundo de aquí a unos quantos años, en qué avrán parado los reynos, qué avrá hecho Dios de fulano y de citano, qué avrá sido de tal y de tal personage! (Gracián)

El uso de estos términos ha interesado a especialistas en la lengua desde muy temprano, así Gonzalo Correas hace estas atinadas observaciones sobre ellos:

hazese la menzion por ellos de personas cuios nonbres no dezimos, aunque los sepamos, porque no inporta dezillos, ó porque no se nos acuerdan, ó los queremos encubrir, i los callamos de industria; esto es cuando segunda vez rreferimos algun cuento, ó caso que nos contaron, i nos dixeron los nonbres de las personas, ó nos hallamos en él, i las conozimos, i lo contarnos á otro, como diziendo: io dixe al xuez que fulano i zitano lo vieron, i se hallaron, alli fulana i zitana. Dase en esto á entender que al xuez dixe los nonbres mesmos de las personas, aunque no los rrepito á quien digo el negozio, sino en su lugar digo fulano, i zitano, i rroviñano. Suelese dezir mas de ordinario por solo fulano rrepitiendole: dixe al xuezque lo vieron fulano, i fulano, i fulano, i fulana i fulana: mas en caso que fué mui publico para denotar aquella publizidad, i quando se enziende el que habla, i toma vehemenzia, los xunta, i se dizen todos tres, i aun se usa de diminutivos: violo fulano i zitano i rroviñano, i fulana i zitana i rroviñana, i fulanexo, i zitanexo, i fulanexa i zitanexa, i fulanillo i zitanillo, i rroviñanuelo, i todo el lugarSienpre se colocan por este orden que los é puesto: fulano primero, zitano segundo, roviñano terzero; de manera que zitano no se usará sin que prezeda fulano, ni rroviñano sin los dos. Algunos i no pocos mudan la zi en zu de zitano, i dizen zutano menos propiamente.

En el Diálogo argentino de la lengua (1954-1967), Avelino Herrero Mayor dedica también espacio a hablar de estas palabras, y pone en duda la etimología dada por la Academia:

Alumna. – Pues el Diccionario dice que ese nombre [Perengano] se formó de la unión de per y de mengano.
Profesor. – Lo que diga el Diccionario me tiene a veces sin cuidado, y no es por desprecio, sino por aprecio… de los errores que trae.

Efectivamente, la etimología de zutano/citano, perengano o mengano es incierta. Perengano puede ser, según Corominas, cruce entre perencejo (con el mismo valor) y mengano. En cuanto a citano, aunque el DLE propone el no atestiguado *scitanus, de scitus ‘sabido’, parece sensato relacionarlo más bien con la terminación de fulano. Corominas dice que “las variantes citano, citrano y cicrano […] indican que solo la primera letra es esencial y constante en esta palabra, lo que sugiere pueda tratarse de una interjección cit o çut empleada para llamar y luego para nombrar a un desconocido cualquiera de quien se ignora el nombre, y finalmente adaptada a la terminación de fulano” (DCE s. v. zutano).

También la forma de diminutivo, “fulanito/a”, “menganito/a” o “zutanito/a”, se hizo frecuente desde bastante temprano. Ya Correas habla de que se utilizan “fulanexo, i zitanexo, i fulanexa i zitanexa, i fulanillo i zitanillo, i rroviñanuelo”, y en el siglo XIX se hace habitual “fulanito”, “zutanito”, “menganito”, etc.

En cuanto al femenino, hasta bastante tarde no podemos estar seguros de que “fulana”, y también «citana/zutana», «mengana», etc., tengan necesariamente un matiz despectivo, aunque pudieron tenerlo en bastantes casos, como sucede con otros elementos femeninos destinados a denominar personas desconocidas (por ejemplo tal y cualquiera). En un poema como este de Quevedo, parece intuirse un uso despectivo: “Detrás un coche venía / con tres mocetonas frescas, / y, entre ellas, una fulana / del Cabello u de la Cerda”, pero en cambio se encuentran los siguientes pasajes aún en el siglo XVIII:

Pídeme María por Gertrudis, religiosa del convento de Santa Clara. Y por fulana N.; religiosa del Carmen.

de aqui viene aquel Adagio muy comun en el Perú, Está chamicado ó chamicada fulano ó fulana, quando una persona está pensativa, taciturna, distrahida ó demasiado alegre

Desde el XIX, el uso de fulana parece marcado, y se prefiere el uso del diminutivo (fulanita), aunque aún se ve Fulana usado en contextos neutros: «Mira a la Fulana con sus niños y su marido» (Mesonero Romanos), «Que Fulana me gusta y no puedo hablarla en la calle por el bien parecer» (Pereda).

El significado de ‘prostituta’ para fulana no se recoge en el DRAE hasta la edición de 1984, donde aparece en la acepción 5. como “Ramera o mujer de vida airada”. En 1970 se decía simplemente que “Con referencia a una persona determinada, úsase como despectivo”, es decir, tanto para hombre como para mujer es despectivo. En mi propio uso, creo que tiendo a utilizar el diminutivo tanto en la forma masculina como femenina, por una consideración de que ambos elementos pueden ser marca de desprecio.

Hoy en día, diferentes mujeres y colectivos de mujeres reaccionan ante el uso de fulana recogido en el DRAE (hoy DLE), apropiándose del término en manifestaciones, pancartas y gritos para reivindicar su derecho a no ser juzgadas por su sexualidad. Por ejemplo en las recientes concentraciones por el día de la mujer, el pasado 8 de marzo, escuché: “Yo soy fulana / y tú mengana / y hacemos con nuestro cuerpo / lo que nos da la gana”. Es un grito que lleva años sonando.

Belén Almeida

 

Foto: foto personal de una pancarta del colectivo Hetaira, manifestación del 8 de marzo de 2015.

 

Para saber más:

CORDE: REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. <http://www.rae.es&gt; [consultado el 27 de marzo de 2018]

CODEA: GITHE (Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español): CODEA+ 2015 (Corpus de documentos españoles anteriores a 1800). <corpuscodea.es> [en línea]

DCE: Corominas, Joan, Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos.