Para abrir boca (o pico): pisto, pesto y alpiste 

Hace unos años, el sobrino de cinco años de una de las autoras de esta entrada hablaba con entusiasmo del pesto, pero hacía una objeción: “Pero, Belén, ¿cómo puede ser que una salsa tan rica tenga un nombre tan guarro?”. La tía, algo perpleja, preguntó: “¿Guarro por qué?”, y el niño respondió: “Porque pesto, de peste”.  

Cuando se adquiere la lengua, hay una etapa en la que son frecuentes las búsquedas de etimologías lógicas, que buscan relaciones entre las palabras que se conocen. Sin embargo, en contra de lo que creía este niño, pesto no viene de peste, sino que está relacionado con el verbo pisto, que significa moler, golpear, concretamente de la forma pistum, uno de los varios participios documentados del verbo (v. Lewis & Short). El pesto es una salsa para la que los ingredientes se majan hasta deshacerse, de ahí el nombre. 

También está relacionada con esta palabra latina y procede de ella la palabra castellana pisto, por la misma razón: los ingredientes se pican hasta quedar en trozos muy pequeños. Quizás más inesperado es que la misma voz latina esté en el origen de alpiste, ya que el al– parece indicar una palabra de origen árabe, como veíamos con más detalle en esta entrada. Pero hay bastantes voces del árabe hispánico o del mozárabe que combinan una raíz romance con el artículo al– con el que entraban muchos arabismos (sustantivos, claro) al castellano y a otras lenguas peninsulares, como almendra, que viene del latín amygdăla. Al igual que en este caso, alpiste proviene, como decíamos, del latín: según el DCECH, concretamente de una forma mozárabe del étimo hispanolatino PĬSTUM, participio pasivo de PINSERE, ‘desmenuzar’. Por lo tanto, es una voz engañosa, ya que no proviene del árabe. Por cierto, este término se documenta también en portugués y francés, esta última por influencia directa del español desde al menos 1617 (DCECH).

Este alpiste tiene desde temprano el significado de granos pequeños, desmenuzados incluso, pero con el fin de alimentar a pájaros. Así lo recoge ya Covarrubias (1611), que además añade el dato que la siembran los moriscos, quizá este el motivo por el que se pudo producir esta asimilación con el artículo «al-«. Las referencias literarias al alimento de las aves domésticas con alpiste es frecuente. Además, el diccionario de Autoridades (1726) lo indica con claridad («pasto de los pájaros enjaulados, especialmente canarios»), a la vez que recoge el sustantivo alpistera / alpistela como una especie de torta dulce cuyos granos de alegría («que en Andalucía llaman ajonjolí») parecen alpiste. En 1780, el diccionario académico recoge la expresión «quedarse alpiste», como «quedarse uno sin tener parte en lo que esperaba y se repartía. Dícese especialmente en cosas de comer». Esta expresión, por cierto, aún está reconocida en el DLE, aunque no tiene apenas uso. Otro sentido de alpiste más actual es como ‘bebida alcohólica’, también incluida en la actual edición del diccionario académico, pero de menor recorrido cronológico, normalmente con el verbo dar.

Puede ayudar a entender mejor este vínculo entre alpiste y pisto (y el extranjerismo pesto) procedentes de PINSERE el ver el significado que tenía pisto en época de Covarrubias (1611): “la sustancia que se saca del ave, aviéndola primero majado y puesto en una prensa, y el xugo que de allí sale bolviéndolo a calentar se da al enfermo que no puede comer cosa que aya de mascar, porque con aquello en efeto le dan la sustancia del ave”. Es decir, era un preparado machacado. Este mismo sentido se le da en Autoridades (1737), y todavía se mantiene en el actual DLE como segunda acepción de pisto: «Jugo o sustancia que se obtiene de la carne de ave, y se da caliente al enfermo que solo puede tragar líquidos».

Si buscamos en los textos que conserva la base CORDE, encontramos la voz pisto con el citado significado. Por ejemplo, en el tratado médico de Juan Méndez Nieto, Discursos medicinales, escrito entre 1606 y 1611, se menciona «una escudilla del pisto de una polla». Y en su libro de cocina publicado en 1611, Francisco Martínez Montiño nos regala la receta de la siguiente manera:

Para vna escudilla de pisto, cozerás media gallina que sea buena en vna ollita nueua: y quando esté bien cozida, tomarás la media pechuga, y pícala vn poquito, y échala en el mortero, y májala mucho, y tendrás vn migajoncillo de pan remojado en el mismo caldo, y májalo mucho con la carne: y luego desátalo con el caldo de la gallina, de manera que venga a hazerse vna escudilla del pisto: y luego cuélalo, y échalo en vna ollita, y ponlo al fuego quanto se caliente: luego pruéualo de sal, y se puede dar al enfermo (…)

Sin embargo, hoy en día asociamos el pisto a una fritada de verduras y tomate y no a esta sustancia de ave. Curiosamente, esta sería más cercana al verde pesto italiano que adereza los platos de pasta. Este pisto de verduras aparece por primera vez (en CORDE) a finales del XVIII, y se ve muy bien en esta cita de La comedia nueva, de Leandro Fernández de Moratín (1792):

más elogio merece la mujer que sepa componer décimas y redondillas que la que sólo es buena para hacer un pisto con tomate, un ajo de pollo, o un carnero verde.

También con el añadido de «tomates» lo menciona Mesonero Romanos en 1880 («pisto de tomates»). En el Practicón, el tratado de cocina de Ángel Muro (1891-1894), aparece la receta de «calabacines en pisto», que va así:

Se pican calabacines en pedacitos muy menudos y se fríen en una sartén, donde ya antes habrá cebolla frita, también menuda; se deja freír hasta que se consuma bien el caldo que desprenden; entonces se echa un poco de pimienta y sal, y se espesa con huevos bien batidos. Con los calabacines, cebollas y tomates, se hace el revoltiño o pisto, tan popular en la cocina casera.

El arraigo del pisto como plato puede verse en su presencia en expresiones como «darse pisto», que documentamos, por ejemplo, en Pardo Bazán («nadie les ganaba a darse pisto luciendo los trajes», Insolación) y Galdós («Refugio, que ya se estaba dando pisto de gobernadora», Fortunata y Jacinta).

Pero el pisto, como mezcla de cosas, tiene también un significado negativo, apreciable en su tercera acepción en el diccionario académico («Mezcla confusa de diversas cosas en un discurso o en un escrito») y presente en muchos textos en el XIX y el XX. Como ocurre muchas veces con usos coloquiales, Galdós es un maestro en su utilización: «se embarullaba y se hacía un pisto de notas que ni Cristo lo entendía», «revolviendo más al propio tiempo el pisto manchego de su programa político-social».

El pesto, por su parte, está reconocido en el DLE como «Salsa preparada con albahaca, piñones y ajo machacados y aceite, con que se condimenta especialmente la pasta italiana». Es un préstamo que como tal aparece en textos de la base CREA de la RAE a partir de la segunda mitad del siglo XX, tanto en España como en países hispanoamericanos, en contextos culinarios, sobre todo de ámbito italiano («fettuccini al pesto», Héctor Aguilar, México, 1995). Al sobrino de Belén, por cierto, le sigue encantando el pesto.

Belén Almeida Cabrejas y Delfina Vázquez Balonga.

Agradecemos a Diego Varela Villafranca su detallada respuesta a una consulta sobre el participio pistum.

Imagen: Wikipedia Commons.

Cómo citar esta entrada: Almeida Cabrejas, Belén y Delfina Vázquez Balonga (2021): «Para abrir boca (o pico): pisto, pesto y alpiste», TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de:https://textorblog.wordpress.com/2021/10/02/para-abrir-boca-o-pico-pisto-pesto-y-alpiste/

Dame el aguinaldo

La voz aguinaldo, del antiguo aguilando, no tiene un origen totalmente claro. En la actualidad, es una palabra que se asocia a las fiestas navideñas, con varios significados, como ‘canción de Navidad’ y ‘regalo que se da en Navidad’, aunque este es el más frecuente y, más en concreto, en forma de dinero.

“Aguinaldo” aparece ya en el Vocabulario español-latino de Nebrija (1495), donde se traduce como “strenae. arum”. “Strena”, además de un signo, anuncio u omen (dentro de la creencia de los romanos de que diferentes elementos anunciaban acontecimientos futuros), es un presente que se daba a comienzos de año, relacionado con los buenos deseos que se forman en ese momento para el año que se inicia. En 1516, el Vocabulario de romance en latín de Nebrija, además de traducirlo como strenae, lo iguala con “albricias”, el regalo que se hacía a un portador de buenas noticias. El Tesoro de Covarrubias (1611), que no recoge la voz aguinaldo, traduce albricias con strenae, “lo que se da al que nos trae algunas buenas nueuas”.

En el Diccionario de Autoridades (1726), se define aguinaldo como “El presente, o regalo que se pide, o se da en atencion a la festividad del Nacimiento de Christo Señor nuestro, y en la de la Epiphanía: que unas veces es de cosas comestibles, y otras de dinero o alhajas”. El Diccionario de Terreros (1786) menciona que este regalo se hace “el primer día del año, o el de Reyes”.

En los textos, el aguinaldo aparece como un regalo en dinero o especie dado no tanto en la familia, sino más bien a subordinados o empleados, o a grupos niños que lo pedían, con ocasión de las fiestas de navidad y fin de año.

Esta costumbre se puede ver reflejada en los documentos de archivo de diferentes épocas. En el siglo XIX, con la extensión del acceso a la escritura, se ven ejemplos de peticiones de estos obsequios por parte de trabajadores. Por ejemplo el documento 590 del corpus de documentos madrileños ALDICAM es una carta que escribió Bernardo Sánchez, uno de los mozos de sillas de la Hermandad del Refugio[1], en 1831. Este era uno de los empleos más característicos de la institución, ya que se ocupaban de hacer un demandado servicio de traslado para enfermos con unas sillas habilitadas para ello. En esta misiva, el empleado solicitaba, en nombre de sus compañeros, una suma que solían recibir o, como dice él mismo, “librarles la limosna acostumbrada que VVSS tienen destinada todos los años en semejantes Pascuas”. Como se puede ver, el aguinaldo es denominado “limosna”, un término que se suele asociar a la necesidad económica. El diccionario académico de 1822 indica que es “Lo que se da por amor de Dios para socorrer alguna necesidad” y, desde luego, aquellos que solicitaban ese dinero tenían apuros o al menos estaban en peor situación económica que los que lo entregaban.

Debido a que la carta fue escrita a finales de año, momento en que se daba el aguinaldo, Bernardo Sánchez desea felices fiestas: “dándoles las Pascuas y felices entradas y salidas de año”. Obsérvese que la expresión “entrada y salida” – y no al revés, como sería más lógico– sigue siendo muy habitual y se encuentra en numerosas felicitaciones navideñas. Por otro lado, había una preferencia por la palabra Pascuas que, según el mencionado diccionario de 1822, se refiere a “tiempo desde la natividad de nuestro señor Jesucristo hasta el dia de Reyes inclusive”. Así se ve en las numerosas felicitaciones que se conservan en los archivos, como ya explicó Belén Almeida en esta entrada del blog.

Hacia finales del siglo XIX y durante el siglo XX, fue usual que personas como serenos o carteros repartiesen en el barrio donde trabajaban tarjetas ilustradas de felicitación cuyo texto impreso, de manera más o menos transparente, solicitaba el aguinaldo: “Por esto con santo anhelo / las fiestas yo os felicito / y si me dais un poquito / de vuestra dicha y ventura / una alegría muy pura / llenará mi alma de amor / y agradecido y contento / queda vuestro servidor, | EL LIMPIABOTAS”.

Pueden consultarse algunas de estas felicitaciones-peticiones de aguinaldo en la Biblioteca Digital Hispánica: de limpiabotas, modistas, faroleros, por ejemplo.

Buenos deseos para el año a cambio de un pequeño presente: este parece ser el trato que subyace a la costumbre del aguinaldo, que por supuesto no se da solamente en España e Hispanoamérica, sino que existe también en otras latitudes, como puede verse en este artículo de Wikipedia sobre los “cantores de la estrella”, que en diferentes regiones centroeuropeas van por las casas cantando y escriben con tiza en las puertas de sus benefactores el año que comienza y las iniciales de los Reyes Magos.

Sin pedir el aguinaldo, el equipo de GITHE desea a todas las personas que leen este blog ¡muy feliz año 2021!

Belén Almeida y Delfina Vázquez Balonga

La imagen se ha tomado de unas felicitaciones de modistas que se pueden consultar en la Biblioteca Digital Hispánica de la BNE (en este enlace).

Cómo citar esta entrada:

Almeida, Belén y Delfina Vázquez Balonga (2021): “Dame el aguinaldo”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de [link].

Para saber más:

Se ha consultado el corpus ALDICAM (http://aldicam.blogspot.com/), para el que se ha transcrito el documento mencionado.

En el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (disponible en http://www.rae.es o directamente en este enlace) se han consultado los varios diccionarios que se mencionan en la entrada.

Además, hemos consultado la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España.


[1] Archivo de la Hermandad del Refugio, leg. 281/002, 0100

Voces de cirujanos (Aranjuez, 1805)

La Medicina es una disciplina que tiene, como bien sabemos, una larguísima tradición. Con todo, su evolución ha sido muy notoria en los últimos siglos y, con ella, la manera de denominar técnicas, la anatomía humana, afecciones o instrumental. Es por eso que resulta especialmente interesante acercarse a textos médicos de otras épocas. En el reciente proyecto de investigación ALDICAM-CM hemos tenido la oportunidad de transcribir e incorporar un interesante inventario, escrito el 19 de enero de 1805 en la localidad madrileña de Aranjuez[1]. En él, se pone por escrito un recuento de todos los objetos del Real Hospital de San Carlos, ubicado en dicho lugar. Según reza el título, es un inventario de “alhajas, ropas, muebles y demás enseres”, por lo que aparece una gran cantidad de elementos.  

En la primera parte del inventario vemos bienes que conforman la capilla del hospital, muchos de ellos dedicados al ornamento y la liturgia (cálices, misales, patenas, vestimenta sacerdotal). Más adelante se encuentran los muebles, así como una parte dedicada a los objetos de hierro y el instrumental de cocina. Llaman la atención algunos elementos que recuerdan que este edificio se ocupaba de enfermos, ya que, junto a sillas, armarios o cazuelas, encontramos “unas muletas”, “una silla para conducir enfermos”, precursora de la actual camilla, y un recipiente llamado pistero, al que en la Academia (1817) se define como “Vasija por lo común de metal (…) se usa para dar caldos o líquidos a los enfermos agravados”. Como dato curioso, aparecen inventariados objetos para elaborar café y chocolate, lo que demuestra su consumo habitual en el hospital.

De especial interés léxico es el apartado dedicado  a “Instrumentos de cirugía al cargo del practicante mayor”. La lista tiene un amplio conjunto de voces técnicas del ámbito de las intervenciones quirúrgicas, aunque también otros útiles para la curación y atención de los convalecientes. En el grupo dedicado a la cirugía, podemos citar, entre otros, términos especializados en sí, como elevador, visturíes, sonda, perforatorio, canulita, férulas, pero también voces que se forman con un sustantivo de uso común con su utilidad explicada: “tres abujas de batir cataratas”, “pinza para enlazar basos”. Otras, por su parte, aparecen sin ninguna marca de especialización (alicates, cuchillos, barreños, tijeras, sierras). De todo este vocabulario destacamos algunas palabras recogidas en la lexicografía inmediatamente anterior, en los diccionarios académicos y en Terreros y Pando (1786-1788).

El primero es bisturí, que no aparece hasta la mención de Terreros (1786). “Llaman algunos Cirujanos al besturín”. Besturín: “Instrumento del Cirjuano, que  le sirve para hacer las incisiones”. Parece, por lo tanto, que bisturí era una forma menos extendida, aunque esto debió cambiar pronto. Por lo que se ve en el NTLLE, besturín decayó pronto, pues en el siglo XIX solo aparece en Domínguez (1853 y 1869) y remite a bisturí.

Otro término plenamente especializado es elevador (“Ídem siete elevadores el uno de oja de murto”). No se recoge en los diccionarios académicos del siglo XVIII, pero sí en Terreros (1787): “Instrumento de Cirujía, que sirve para levantar algun hueso machucado, ó caído”. Comunmente le llaman legra”. La voz no aparece en un diccionario del NTLLE hasta 1853, con la obra de Domínguez. En cambio, el término legra, que menciona Esteban de Terreros, sí es reconocido en Autoridades (1734).

Destacamos también escarpelo (“Doce escarperlos los 10 buenos y los dos rotos”). En realidad no es una voz especifica de la cirugía, ya que, como indica Academia 1791, se empleaba en otras profesiones: “Instrumento de hierro sembrado de menudos dientecillos, que usan los cirujanos, carpinteros, entalladores y escultores para limpiar, raer, rascar y raspar las piezas labor”. En cambio, Terreros (1787) lo recoge como escalpelo o besturín, y lo define como un “cuchillo algo corvo, que usan los Cirujanos para las disecciones etc”.

En el caso de la voz sonda, es recogida en los diccionarios anteriores a 1805, pero con el sentido de ‘cuerda gruesa’. Por ejemplo, en Academia 1780, “Cuerda con un gran peso, ò plomada, con que los marineros suelen explorar la profundidad del mar”. En cambio, es de nuevo Terreros quien reconoce el uso propio del ámbito médico: “una especie de instrumento que introducen los cirujanos hasta encontrar la piedra si la hai en el que llaman mal de la orina, y sirve también para que esta salga”.

Vistos los casos de aparición en los diccionarios, es de suponer que el autor del inventario o, al menos, la persona que lo dictó, era entendida en el campo de la cirugía. Como se puede observar, varios de los términos, como sonda o elevador, son catalogados por Terreros como propios de esta profesión. Es llamativo asimismo el caso de bisturí, ya que se prefiere esta forma, hoy en día general, pero entonces novedosa y empleada solamente entre “algunos cirujanos”, como indicó el lexicógrafo vasco. Este inventario, por lo tanto, tiene un gran valor para la investigación del léxico especializado en el español en los primeros años del siglo XIX.

Delfina Vázquez Balonga

Imagen: Hospital de San Carlos de Aranjuez (Madrid). Wikipedia Commons. https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Hospital_de_San_Carlos,_Aranjuez_01.jpg

Cómo citar esta entrada

Delfina Vázquez (2020): “Voces de cirujanos (Aranjuez, 1805)”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de https://wordpress.com/post/textorblog.wordpress.com/8419

Para saber más:


[1] ALDICAM 480. Archivo Municipal de Aranjuez, fondo sanidad, Sig. 1289/8

Toledo, siglo XVII: lobos, un lobero y una lobera

Se encuentran en los documentos de archivo bastantes lobos y lobas. No todos son animales: en una búsqueda en el corpus CODEA, “Loba” es, en documentos del siglo XIII de Zamora, Salamanca y Asturias, un nombre de mujer, del que por cierto ya hablamos en este post. En este documento del siglo XIII de Palencia y en este del XIV de Ávila, “Lobo” es un apellido, y en este de Zamora del XIII y en este de Salamanca del mismo siglo, un nombre de pila de hombre.

En este documento del XVII de Madrid, loba es una prenda de vestir, como también sucede en este del XVI de Burgos, y en este otro se habla de la calle del Lobo, en Madrid. La loba, como explica Covarrubias en su Tesoro (1611) es

Diríase que no hay lobos, el animal feroz de Caperucita, en todo CODEA. O que se han agazapado. Pero los encontramos en Toledo, en el siglo XVII. ¿Dónde? En la nota de un lobero, un hombre que tiene “por oficio ir a matar lobos a los montes de Toledo y otras partes”, que trae dos muertos y pide se le paguen. Esta nota de 1618 probablemente no fue escrita por el propio lobero, dada la excelente letra, digna de un profesional de la escritura, que presenta.

Este es el lobero, palabra que incluso se encuentra en algunos repertorios lexicográficos, como el diccionario español-alemán de Mez de Braidenbach (1670), donde se lee: Lobero: Ein Wolffsjäger (‘cazador de lobos’):

En cuanto a la lobera, un proceso inquisitorial fascinante que estamos transcribiendo (parcialmente) para CODEA (Inquisición, 86, 17, se puede consultar aquí, en la página de PARES) nos presenta a Ana María García, una mujer asturiana que amenaza a los pastores, si no le dan lo que pide, con echar sobre sus ganados a los lobos. Esta mujer es denunciada por doña María del Cerro, mujer del doctor Gabriel Niño de Guzmán, en 1648. Dice doña María en el documento, escrito por ella misma, que entrega al tribunal inquisitorial:

Anoche llegó aquí una mujer asturiana que llaman la Lobera porque por arte de echicería llama a los demonios en figura de lobos y los inbía a las cabañas para que se coman el ganado de quien no la á dado gusto en lo que á pedido, con que trai toda la tierra alborotada y con temor de sus amenaças

Ni corta ni perezosa, doña María sigue:

Diciéndome todo esto la jente de mi casa, encerré a la dicha Lobera anoche y la desaminé para más sastifación mía, y me confesó algunas cosas. Esto toca a la Inquisición el remediarlo

En su primera testificación ante el tribunal (desde imagen 17 del proceso), Ana María, que dice tener 25 años, manifiesta estar arrepentida, y en el “discurso de su vida” (desde imagen 30) va contando cómo ha llegado, de su casa en Asturias, a ser la lobera en Toledo:

la solizitó Francisco Soga, que la sacó de cassa de dicha su hermana y la llebó a el lugar de Lidias, adonde parió en cassa de una muger llamada Toribia Sánchez, biuda, con la cual estubo año y medio, y de allí se salió porque el dicho Francisco no hazía casso della y de bergüenza no bolbió a su lugar y se vino por Asturias adelante a buscar a quien serbir y junto a Nuestra Señora de Cobadonga la encontraron los dichos dos pastores Pedro y Juan y la llebaron a los argüellos a sus cabañas y andubo en su compañía tres años hasta que habrá un mes poco más o menos que ellos se fueron d’esta ziudad con el ganado, y esta se quedó en la ventilla junto a el esquiler de don Grabiel Niño de Guzmán, a donde coxió a esta doña María del Zerro, muger del susodicho, y la prendió, y desde su cassa la embió a este santo oficio abiéndole echo antes en un oratorio de su casa muchas preguntas”

La sentencia final dice (imagen 87 del proceso):

Fallamos atento los autos y méritos del dicho proceso que por la culpa que d’él resulta contra la dicha Ana María García, si el rigor del derecho hubiéramos de seguir, le pudiéramos condenar en grandes y graves penas, mas queriéndolas moderar con equidad y misericordia por algunas caussas y justos respetos que a ello nos mueven, en pena y penitencia de lo por ella hecho, dicho y cometido, le devemos mandar y mandamos que en la sala del tribunal se le lea su sentencia con méritos estando en forma de penitente, y oiga la missa, y sea absuelta ad cautelam, y abjure de levi los errores que resultan de su proceso y sea reprendida y advertida, y reclusa por tiempo de cuatro meses, en la parte que el tribunal ordenare, para que sea instruida en las cossas de nuestra santa fe”.

En los últimos folios del proceso, se recoge cómo “presentes don Juan de la Vega” y otros, así como “la dicha Ana María García, en forma de penitente”, se leyó la sentencia, y luego “abjuró de levi la susodicha” (imagen 88 del proceso), y sigue la abjuración.

Aunque no son loberas (en el sentido de cazadoras de lobos) profesionales, en el corpus ALDICAM puede consultarse un documento de Puebla de la Sierra de 1841 (conservado en el Archivo Municipal de Buitrago del Lozoya, caja 2, 119), en el que se cuenta que unas mujeres han matado «a cantazos» a un lobo:

Bernardo Ruiz de Olano, alcalde constitucional de esta villa de la Puebla de la Muger Muerta, certifico cómo en el día dos del presente mes me presentó Miguel Fernández de esta vecindad un lobo, el cual, según tengo aberiguado, lo mataron la muger de dicho Miguel y otras mugeres que estavan lavando en un arroyo a la orilla del pueblo, en ocasión, que, habiéndose metido el lobo en una calleja, donde no pudo salir, lo mataron a cantazos.

Como tantas otras veces, siguiendo la historia de una palabra en los documentos, saltan de sus líneas historias y más historias, como estas.

Belén Almeida

Imagen: Wikimedia commons (Public Domain Mark).

Cómo citar esta entrada

Belén Almeida (2020): «Toledo, siglo XVI: lobos, un lobero y una lobera», TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de https://textorblog.wordpress.com/2020/11/10/toledo-siglo-xvii-lobos-un-lobero-y-una-lobera/.

Para saber más:

Se ha consultado CODEA, Corpus de documentos anteriores a 1800 elaborado por el grupo de investigación GITHE, de la Universidad de Alcalá, responsable también de este blog (http://corpuscodea.es/).

Se ha consultado y citado PARES, Portal de Archivos Españoles (http://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/search).

Se ha consultado y citado el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, disponible en http://www.rae.es (http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle).

Persianas y compañía

Ahora que vienen días de muchas horas de sol, ¿qué sería de nosotros sin las persianas, toldos y demás protecciones que tenemos en ventanas y puertas de nuestras casas? Especialmente, en los países más soleados se han utilizado siempre, y tenemos textos que lo atestiguan.

Quizá lo que más nos viene a la cabeza como hablantes de español es la persiana. Su origen es el gentilicio de Persia, pues era persiano y no persa el más empleado. Así aparece en la traducción de las Vidas paralelas de Plutarco que hizo Juan Fernández de Heredia a finales del siglo XIV: “era vestida de ropas persianas”. O más tarde, en la Instrucción de la mujer cristiana (1528): “una de aquellas mujeres principales persianas”. Este uso aparece en la base CORDE hasta el siglo XVIII. Con todo, su significado como objeto de hogar se usaba ya en esta época. De hecho, está en el Diccionario de Autoridades (1737):  “Llaman también una especie de celosía formada de tablillas atravesadas oblicuamente, de modo que entre el aire y no el sol”. Sin embargo, la primera acepción, en el mismo diccionario, es de un tejido: “Tela de seda con varias flores grandes texidas, y diversidad de matices”.  El origen sería el francés persienne (‘persiana, persa’), según Corominas y Pascual (DCECH), pero, a día de hoy, poca relación tiene ya el lejano Irán con las “tablillas” que ya citaban los académicos españoles de 1737.

En la evolución del vocablo, se ha dejado de ver persiana como un nombre de procedencia geográfica y ha acabado teniendo otros gentilicios a su lado: las persianas venecianas, romanas y japonesas. Las primeras, las venecianas, están reconocidas por el DLE (“persiana formada por láminas delgadas y algo curvas de aluminio u otro material que, ensartadas mediante cordones, quedan superpuestas y apretadas cuando se la sube”). Las otras, en cambio, no aparecen, posiblemente por ser de introducción más reciente[1].

La palabra que seguramente tenga más tradición es celosía. En los primeros diccionarios recogidos en el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, encontramos la variante gelosia. Por ejemplo, en el diccionario de voces castellanas e inglesas de Percival, de 1591. Pocos años después (1607) lo hace el glosario francés-español de Oudin, que deriva de gelosia a Celogia. Por su parte, el diccionario de Autoridades (1734) admite gelosía, pero indica que es “lo mismo que Celosia”, y así permanecerá en los diccionarios académicos hasta 1817. Si vamos a celosia en Autoridades, se define como “Enrejado de listones de madera, con que se forman unos pequeños agujeros en quadro, por donde el que mira puede ver sin ser visto”.  La celosía formó parte de la imaginación popular durante siglos como un instrumento no solo contra el sol, sino para evitar las miradas de extraños, para ver sin ser visto, y también como un recurso de las muchachas para dejarse ver en el momento oportuno por el pretendiente. Prueba de ello es la letra de la copla cantada por Concha Piquer:

“El mocito más garboso y español
en mi reja se paró con alegría
y me dijo “Quiero ver la luz del sol
o el lunar de tu mano, alza ya la celosía[2].

En cuanto a toldo, tiene también una larga tradición en la lexicografía. Su origen es germánico (compárese con el alemán actual Zelt, ‘tienda’). También aparece en el diccionario de Percival (1591); el término inglés correspondiente es curtaine, ‘cortina’. Para Oudin, entre otros sentidos, toldo es pavillon. Para Covarrubias (1611), en la misma época, es una cobertura de lienzo; recoge entoldar en “entoldar las calles: cubrirlas con lienzos”.

Las sombras portátiles de parasoles y sombrillas también aparecen en los textos y en los diccionarios. Parasol está recogido en el Diccionario de Autoridades (1737) como sinónimo de quitasol. En la edición del DRAE de 1925 y en las siguientes, se ofrecen dos sinónimos: “quitasol, umbela”. Hasta hoy, el Diccionario de la Academia (ahora DLE) remite a quitasol. Y quitasol ¿cuándo aparece? Pues mucho antes que parasol: ya está en el diccionario de Palet de 1604, donde por cierto la palabra francesa a la que corresponde es “parasol”. Parasol será, por tanto, un galicismo cuando por fin aparece en castellano…

Los textos confirman la preponderancia de quitasol frente a parasol y su uso muy anterior: parasol no aparece antes de 1795 en el corpus CORDE (quitasol desde 1535), y frente a los 125 ejemplos de quitasol antes de 1900 en este corpus, solo hay 7 de parasol, la mayoría de autores americanos, por lo que es posible que este término fuera más usado en América. Dicho esto, hay que señalar que en una búsqueda en el corpus CORDIAM, de textos americanos hasta el siglo XIX, parasol no se encuentra, mientras que quitasol tiene varios ejemplos.

El uso de los quitasoles era al principio, al parecer, un elemento suntuario, algo reservado a la nobleza o usado en fiestas o desfiles. Así, Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1535-57) muestra a un “indio con el quitasol delante de su señor, y otro con un cojín”, y fray Juan González de Mendoza en su Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran Reino de la China, menciona el regalo de varias piezas de seda, “un caballo para cada uno y un quitasol de seda”.

Pero aunque haya sido al principio un objeto de lujo, quizá más propio de otras culturas, en 1622 doña María Dávalos, una dama de Toledo (España), tiene ya entre sus bienes “un quitasol muy antiguo”. En 1686, en el inventario de bienes de un hombre preso en las cárceles inquisitoriales de Silao (México) hay “un quitasol con su funda”.

Sorprende encontrar, en unos pocos textos americanos, un uso de quitasol que parece denominar un sombrero o elemento que se coloca en la cabeza:

Y traýa por señal en la cauesa un quitasol grande de plumas que le cobría toda la cauesa (Huamán Poma de Ayala, Crónica, circa 1615)

La definición de quitasol en el Diccionario de Autoridades es preciosa:

Textorblogsombras_quitasolAutoridades

(follándose parece significar ‘plegándose como un fuelle’).

Guardasol parece haber sido una forma poco usada, aunque está recogido ya en Autoridades (1734); actualmente está marcado como “poco usado” en el DLE.

Sombrilla aparece en el DRAE en la edición de 1803 y es definido (qué cosas) como “quitasol pequeño”. En 1899 ya ha ascendido a “quitasol”. En el Diccionario manual e ilustrado de la lengua española (también de la Academia) de 1985, es definido como

textor_sombras_sombrilla manual 85

pero en la edición usual (el DRAE-DLE), sombrilla sigue siendo sinónimo de quitasol aún actualmente.

¿Y umbela? Procede del latín umbella. Umbella es la traducción latina de quitasol en, por ejemplo, el diccionario de Minsheu (1617):

L[atin] Vmbella. an Vmbrello, made in the manner of a Canopy put on a staffe to carrie over ones head in hot Countries

textorblogsombras_quitasolMinsheu

Y, como se ha visto en la ilustración de arriba, umbella también aparece como la forma latina correspondiente con quitasol en Autoridades. ¿Cuándo se empieza a considerar umbela, evidente cultismo, una forma castellana?

Hemos visto antes que aparece en el DRAE de 1925 como uno de los sinónimos de parasol: «quitasol, umbela». Pero ya mucho antes otros diccionarios le habían tomado la delantera al académico: aparece en 1853 en el de Domínguez, en 1855 en el de Gaspar y Roig o en 1895 en el de Zerolo. Sin embargo, esta palabra tiene trampa: no ha sido nunca, en estos diccionarios, un instrumento para protegerse del sol, sino que designa un “grupo de flores o frutos que nacen en un mismo punto del tallo” (salvo en el suplemento al diccionario de Domínguez, donde se define umbela como: “lit. lat. Es la sombrilla ó quitasol; y por analogía lo que se le parece”).

¿Significa esto que el Diccionario académico de 1925 propone que parasol designa tanto un quitasol como un grupo de flores o frutos? ¿Es un error? Sinceramente, no lo sabemos. Hasta 1936, umbela no aparece en ningún diccionario (de entre los recogidos en el NTLLE) como un techo o construcción, portátil o no, para proteger del sol o de la lluvia, pero desde entonces en adelante sí: la umbela es (además de una inflorescencia o grupo de frutos) lo mismo que guardapolvo, es decir, un “tejadillo voladizo construido sobre un balcón o ventana, para desviar las aguas llovedizas”. Gustavo Adolfo Bécquer usa la palabra en este sentido con frecuencia describiendo con léxico especializado diferentes iglesias españolas (Historia de los templos de España, 1857): “entre estas agujas, sostenidas por repisas y cobijadas por umbelas, hay tres estatuas”.

Este de Bécquer es de los muy pocos casos de esta palabra en CORDE, y parece que ni dama encopetada ni atildado caballero ha ido nunca, al tener que salir a la calle, fuera de la protección de persianas, toldos y celosías, en pleno agosto, al paragüero a coger su umbela favorita.

Pero un momento… Esto de umbela ¿no tendrá nada que ver con la palabra inglesa umbrella, con el significado de ‘paraguas’? Pues parece que sí: el latín umbella se cruzó, por etimología popular, con umbra (que significa ‘sombra’) y dio la forma umbrella. El italiano ombrella parece estar en el origen de la palabra inglesa umbrella.

Esperamos que guste esta entrada tan sombreadita y veraniega, al borde ya de agosto y de nuestras vacaciones.

Belén Almeida y Delfina Vázquez

Imagen: Joaquín Vázquez de Castro

 

Cómo citar esta entrada:

Almeida, Belén y Delfina Vázquez Balonga (2020): “Persianas y compañía”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: [link].

 

Para saber más:

Se ha consultado:

Academia Mexicana de la Lengua, Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (Cordiam) <www.cordiam.org>

DCECH = Corominas, J. y Pascual, J. A. (1980): Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid: Gredos.

Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española, Diccionario de la Lengua Española, 23ª edición <https://dle.rae.es/&gt;

Real Academia Española, Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. <http://www.rae.es&gt;

Real Academia Española, Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE), <http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle&gt;.

Merriam Webster: https://www.merriam-webster.com/words-at-play/where-does-umbrella-come-from-history

 

Notas:

[1] Según los expertos en decoración, las romanas son un modelo más moderno. https://decortips.com/es/casas/tipos-de-persianas-y-sus-caracteristicas/

[2] Canción “Por la celosía”. Se puede escuchar aquí: https://www.youtube.com/watch?v=U7xFki-7p0M

Entre libros y fogones (II): Manual del cocinero, cocinera y repostero (1828)

Fueron muchos los libros de cocina que se publicaron en el siglo XIX, incluso en la época más temprana; la obra La nueva cocinera curiosa (1822) tuvo un gran éxito y, a finales del siglo, destacó el Practicón (1894), de Ángel Muro, todo un clásico en la materia. En esta ocasión, vamos a hablar de un libro menos conocido, cercano en el tiempo a La nueva cocinera curiosa, pero con algunas diferencias.

Este libro fue editado en 1828 por el impresor León Amarita. Tal como leemos en el ejemplar publicado en la BNE Digital, se vendía en la conocida librería de Cuesta, muy cerca de la Puerta del Sol. La obra tiene como título completo Manual del cocinero, cocinera y repostero, con un tratado de confitería y botillería, y un método para trinchar y servir toda clase de viandas, y la cortesía y urbanidad que se debe usar en la mesa. A continuación, se indica que ha sido traducido “de la quinta edición francesa”, pero también “aumentado en algunos artículos” por D. Mariano de Rementería y Fica. De este traductor, por cierto, sabemos que nació en Madrid en 1786 y falleció en la misma ciudad en 1841. Se dedicó a varios oficios, pero fue principalmente escritor y filólogo, actividad que dio como fruto una gramática del italiano para extranjeros y un interesante compendio de lengua castellana para estudiantes de la Escuela Normal de Magisterio, entre otras obras[1].

La figura del traductor en este libro es especialmente importante, ya que puede considerarse, en parte, coautor de la obra, al introducir cambios tan notorios como el añadido de capítulos, hecho que anuncia desde la propia portada del manual. No solo eso; en la introducción, Rementería, que se presenta como “El editor”, explica hasta qué punto ha llegado su labor:

“Por lo que toca a la traducción, se ha procurado quede acomodada á la cocina española, suprimiendo aquello que no está en uso, y reemplazándolo con otros artículos, como el de los helados, que se ha añadido como mas interesante en nuestra nación, y añadiendo un segundo método de trinchar, que ampliando el del autor, facilite á toda clase de personas la destreza necesaria en una operación, que si no es glorioso saberla, en ocasiones ruboriza el ignorarla”.

En resumidas cuentas, deberíamos sospechar que Mariano de Rementería, además de saber francés a la perfección, era un entendido de cocina o, al menos, se asesoró con cuidado para acometer una adaptación tan notoria al lector español.

En cuanto a la lengua del libro, hay que decir que es rico en vocabulario culinario, dividido en alimentos o ingredientes, acciones e instrumental. Debido a la brevedad necesaria para esta entrada, nos detendremos solamente en los alimentos.

Respecto a variedades de una misma voz, llama la atención el uso constante de lonja en vez de loncha; la primera se ve ya en Covarrubias (1611), mientras que la segunda solo en el diccionario de la Academia de 1803: “Tajada delgada de carne, lo mismo que lonja”. Por lo tanto, es esta la forma más innovadora y hoy en día más utilizada en el español actual.

Como era de esperar, aparecen numerosos préstamos de otras lenguas exportadoras de términos gastronómicos, entre las que sobresale el francés. Podemos mencionar el caso de sirop, con el plural sirops, que aparece como un extranjerismo sin adaptación; Terreros (1788), critica el auge de este uso: “voz francesa mal introducida en castellano (…) esta solo quiere decir jarabe ò sorbete”. Lo cierto es que sirop tuvo aceptación para usos culinarios, aunque, eso sí, mediante una adaptación gráfica: sirope en el diccionario académico de 1927.  Otro hermoso galicismo es noyó, un tipo de licor tomado de la voz noyau, ‘hueso de fruta’, que no aparece hasta 1839 en el diccionario de la Academia. Y otra voz del francés muy popularizada es reineta, aplicada a las manzanas (del original reinette). Mariano de Rementería las menciona para el helado de manzana y, seguramente, es también aquí uno de los primeros, ya que no se vio reflejada en un diccionario hasta Domínguez (1853).

Pese al dominio de los préstamos del francés, hay anglicismos, como biftec, que no se suele ver en obras lexicográficas hasta unas décadas después. En CORDE, el registro más antiguo se encuentra en Fortunata y Jacinta (1885), medio siglo más tarde. Casi a la vez es la primera en el NTLLE, ya que se recoge en Academia 1884; por cierto, como “voz de uso reciente”.  

Igualmente, se puede citar un italianismo, marrasquino, de la voz maraschino, de marasca ‘cereza algo agria’ (DCECH). Su inclusión en los diccionarios no llega hasta mediados del siglo XIX, por lo que al publicarse el manual era toda una novedad.

Entre las numerosas voces castellanas perfectamente reconocibles, nos detenemos en el significado de algunas de ellas, como salmorejo. En la receta, los autores denominan así a un tipo de salsa con vino para la carne, coincidente con la definición que aporta Autoridades (1739): “Cierto género de salsa con que suelen aderezarse los conejos, que se compone de pimienta, sal, vinagre y otras especias”. Nada parecido a la crema fría de tomate que recibe ahora este nombre por lo común. Otro significado que puede confundir es el de coscorrón, que en el Manual del cocinero se usa para trozos de pan: “puede adornarse este plato con coscorrones de pan”. En la tradición lexicográfica solamente se recoge la acepción de ‘golpe’. Sí, aparece, en cambio, en el tratado culinario de Emilia Pardo Bazán, La cocina española antigua y moderna (1913): “Pero un puré solo, con coscorrones de pan, es buena sopa casera”. En este caso, el vocabulario de Rementería no debió surgir de tratados escritos, sino de la lengua más popular que brotaba en las cocinas madrileñas.

Son numerosos los términos que aparecen en el Manual del cocinero y, sin duda, reflejan el desarrollo y arraigo de ciertas voces novedosas en la lengua, algo muy visible en los préstamos. También se comprueba la existencia de ciertas voces popularizadas en la época y en desuso posteriormente. Es conveniente hacer un acercamiento a obras de ámbito culinario, debido al enorme interés que tienen para conocer el léxico, tanto para ampliar el repertorio (Torres Martínez 2017: 78)[2]. La disponibilidad de manuales como el que acabamos de consultar es una muestra pequeña pero clara de todo lo que podemos investigar en esta materia, sobre todo en la creciente bibliografía gastronómica del siglo XIX.

Delfina Vázquez. 

Imagen: Portada del Manual del cocinero (Biblioteca Digital Hispánica). 

Para saber más: 

DCECH = Corominas, Joan y Pascual, José Antonio (1980): Diccionario Critico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid: Gredos.

Eberenz, Rolf (2014): “El léxico español de la alimentación y la culinaria en su historia: fuentes y líneas de investigación”, en V. Álvarez Vives, E. Diez del Corral Areta  y N. Reynaud Oudot, Dándole cuerda al reloj: ampliando perspectivas en lingüística histórica de la lengua española, pp. 23-46. Valencia: Tirant Lo Blanch humanidades.

Torres Martínez, Marta (2017): “Recepción de léxico de confitería decimonónico en diccionarios del español”, en Études Romanes de Brno, 38, 2017, 2, pp. 69-81.

NTLLE = Nuevo Tesoro Lexicográfica de la Lengua Española. Disponible en www.rae.es:

VV. AA. (1828): Manual del cocinero, cocinera y repostero [Texto impreso] : con un tratado de confiteria y botilleria, y un método para trinchar y servir toda clase de viandas … / traducido de la quinta edicion francesa y aumentado con algunos artículos por D. Mariano de Rementería y Fica. Madrid: León Amarita. Disponible en Biblioteca Digital Hispánica <bne.es>

 

[1] Se puede consultar la interesante biografía de Mariano de Rementería Enel artículo dedicado a él en la Biblioteca Virtual de Filología Española: https://www.bvfe.es/component/mtree/autor/10497-rementeria-y-fica-mariano-de.html

[2] En su trabajo sobre el manual El confitero moderno (1851), Torres Martínez señala lo siguiente: “Sin duda, el espulgo de otros tratados culinarios o de textos relacionados con el ámbito de la alimentación y la gastronomía nos permitirá compilar un mayor volumen de léxico y, por otro tanto, esbozar ampliamente una clasificación de tipo onomasiológico”. Otros autores, como Eberenz (2014), también han apuntado la importancia del estudio del léxico de la culinaria.

Las palabras de la lactancia

Hace poco hemos celebrado el día Internacional de la Mujer, y cierto es que se suele recordar a pioneras en ciertas profesiones y ámbitos en los que la mujer era minoritaria o, sencillamente, no tenía permitido el acceso. Sin embargo, gracias a los documentos de archivo hemos podido conocer un poco mejor un trabajo en el que las mujeres fueron absolutamente imprescindibles: las amas de cría. Este empleo, casi siempre asociado a la necesidad, la pobreza y el mundo rural, tuvo una importancia enorme en la historia, ya que millones de niños le han debido a estas nodrizas nada menos que la vida. Hasta la aparición de la leche maternizada a mediados del siglo XX, la nodriza era la única posibilidad de que un lactante pudiera salir adelante si su madre había fallecido o no podía amamantarlo, de ahí que el ama fuera especialmente demandada en las instituciones en las que se atendía a niños abandonados, los expósitos. A menudo la razón de mayor peso para dejarlos en estos lugares era la falta de leche en las progenitoras. Así se puede ver en las notas de abandono de expósitos de la Hermandad del Refugio, institución madrileña encargada de recoger a estas criaturas para llevarlas a la Inclusa. En una de las más llamativas, de 1741, el encargado de hacer la nota escribe con la voz del niño: “mis padres son pobres y no me pueden dar a criar ni mi madre no me puede criar por no tener leche”. Es decir, la pobreza de los padres impedía que, en caso de necesidad, pudieran pagar una nodriza por sí mismos[1].

Debido a los numerosos casos de expósitos privados de la leche de su madre, la citada Hermandad del Refugio ofrecía lactancia gratuita a familias necesitadas que no deseaban entregar a sus hijos. Esto se puede ver en la documentación relativa a este servicio que se conserva en su archivo. Por ejemplo, en un documento de Madrid de 1799, un padre de familia escribe así:

“Manuel Lázaro de Tavira, vecino de esta corte, casado con María Teresa González Hortigosa, a los pies de vuestras señorías, con el devido respeto expone: Que haviendo dado a luz su esposa dos de un parto, día del presente y con tan cortos medios que apenas se han podido embolber, y su madre sin poder apenas criar uno de ellos por los pocos posibles lo uno, y lo otro por hallarse con los pechos apostemados (…)”.

Este caso reunía varios motivos para solicitar una nodriza; por un lado, la pobreza de la familia (“con tan cortos medios”) y un nacimiento múltiple (“dos de un parto”). Además, la madre tiene “los pechos apostemados”, de manera que, si ya era difícil alimentar a un hijo, resultaba imposible hacerlo con dos. En la época de la Ilustración se encuentra en este tipo de documentos el verbo de origen culto lactar como ‘dar el pecho, amamantar’. Así se ve en los papeles de instituciones benéficas como la citada Hermandad. En la misma solicitud que hemos mencionado, leemos una anotación de un empleado que pide “Informe el médico de la Hermandad si esta pobre se halla imposibilitada de lactar a su criatura”. Por cierto, el médico escribe más adelante, con fecha del día siguiente, 1 de diciembre, y confirma que la esposa de Manuel Lázaro tiene una apostema y no puede hacerse cargo de la crianza, “por lo que necesita ama para una o dos criaturas”.

El verbo lactar aparece en otros ejemplos de la época. En una carta de 1770, conservada en el fondo del Hospital de Santa Cruz de Toledo, del Archivo de la Diputación, el párroco de Navahermosa, Luis Celdrán, explica a los empleados de la institución el porqué del envío de un expósito llamado José. Cuenta que la madre está legítimamente casada, pero desde hace seis meses no se sabe el paradero de su marido, de manera que ella se encuentra “en la mayor calamidad y pobreza”, hasta tal punto que la criatura tuvo que ser vestida y alimentada gracias a la ayuda de sus convecinos:

“lo más del tiempo ha vivido y vive de limosna, habiendo tenido que esperar de la piedad de algunos caritativos, el que le subministrasen los fajos y paños necesarios a un infante que parió el día diez y nueve de febrero próximo pasado (…) y se está criando, y aun lactando de limosna”.

En este mismo fondo documental se puede encontrar el sustantivo lactación, preferido a lactancia, más usado en el español actual. Una muestra es esta carta escrita en 1771 por el alcalde ordinario del municipio toledano de La Mata, también para la admisión de un niño en Santa Cruz:

“habiendo dejado cinco hijos de corta edad y entre ellos uno de edad de ocho meses llamado Máximo, que alimentava la susodicha [su esposa] a su pecho, cuyos gastos de lactación no podía soportar con el corto jornal que adquiría”.

Ni lactar ni lactación están en los diccionarios del siglo XVIII, y solo aparecen por primera vez en publicaciones lexicográficas del siglo siguiente, según se puede comprobar por el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE). El verbo lactar está recogido en Domínguez (1853) con dos valores: el de ‘mamar’ y de ‘dar el pecho’; este último es el que hemos visto en los documentos del siglo XVIII.

Por su parte, lactación aparece en la edición académica de 1822, y remite a la palabra lactancia. Esta sí tiene reconocimiento en los diccionarios dieciochescos, con Autoridades (1734) como el primero. En esta obra, la entrada lactancia es definida como “El tiempo que mama la criatura, que es el que tiene obligación la madre de alimentar a sus hijos. Es voz puramente latina”. Si bien es un cultismo, se registra en castellano desde el siglo XVI; por ejemplo, la base CORDE nos muestra el empleo de una obra de Juan de Pineda en 1589: “Importancia de la lactancia para las costumbres”. En cambio, parece que lactación es posterior, de ahí que no se documente en diccionarios hasta el siglo XIX. Hemos podido ver que, al igual que lactar, se empleaba de manera habitual hacia 1770. Hay que decir que en la prensa también hemos podido ver algunos casos; un ejemplo lo encontramos en el Memorial literario e instructivo de 1788: “toda madre á de lactar sus propios hijos”[2].

 En cuanto a su presencia en textos de CORDE, esta se encuentra algo más tarde, en el siglo XIX, como en un fragmento de El pauperismo de Concepción Arenal (1885), y se ve menos en el siglo XX, aunque hay algunos ejemplos, sobre todo en tratados médicos y de higiene[3].

Delfina Vázquez

Imagen: Valeriano Béquer, «Nodriza pasiega» (1856). Red Digital de Colecciones de Museos de España (CERES).

 

Cómo citar esta entrada:

Vázquez Balonga, Delfina (2020): “Las palabras de la lactancia”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: https://textorblog.wordpress.com/2020/03/12/las-palabras-de-la-lactancia/.

 

Para saber más

Autoridades= Real Academia de la Lengua Española (1726-1739): Diccionario de Autoridades. <http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1996/diccionario-de-autoridades&gt;

CORDE= Corpus Diacrónico del Español.
Domínguez, Ramón Joaquín (1853): Suplemento al Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la lengua española. París: Establecimiento de Mellado.

NTLLE= Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española. http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle

Sánchez-Prieto Borja, Pedro y Delfina Vázquez Balonga (2019): La beneficencia madrileña. Lengua y discurso en los documentos de los siglos XVI al XIX. Madrid: Ediciones Complutense.

[1] Documentos extraídos del archivo de la Hermandad. Para saber más, véase Sánchez-Prieto Borja y Vázquez Balonga (2018)

[2] Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional. http://www.bne.es/es/Catalogos/HemerotecaDigital/

[3] El más tardío de lactar, en López Ibor (1968).

Triste y azul

 

El azul está muy presente en nuestro idioma, tanto con su primer significado como otros muchos secundarios. Es, como otros nombres de colores, de origen árabe, aunque la etimología no está completamente clara; según el DLE, es una alteración del árabe hispano lazawárd, y este a su vez de la forma clásica lazaward, descendiente de un étimo persa y, en último lugar, sáncrito. De este origen partiría también el nombre de la piedra lapislázuli, del griego lapis ‘piedra’ y el segundo elemento dedicado a su tonalidad azulada. Al contrario que otras palabras de origen arábigo, azul no está solamente en las lenguas peninsulares, sino que tiene un pariente cercano, azzurro, en italiano, que compite con blu, semejante al inglés (blue), alemán (blau) y francés (bleu).

En castellano, el azul ha producido pocas expresiones fijas, aunque sí hay que citar sobre todo las formadas con un sustantivo y el adjetivo de color, por ejemplo, los cascos azules de la ONU, la zona azul y el conocido pescado azul, aunque voy a detenerme en  las divertidas formas sangre azul y príncipe azul, que tan familiares son desde nuestra infancia gracias a los cuentos de Perrault y los hermanos Grimm. Lo más probable es que tanto el príncipe como la sangre se llamen así por la percepción de que la personas de la realeza tenían la piel blanca y se les podía ver el tono azulado de las venas. De hecho, en otras lenguas europeas ha calado la misma expresión para el origen regio (Blaues Blut, en alemán); en cambio, aquel galán guapo y simpático ha quedado sencillamente como un “príncipe encantador” en lenguas europeas como el inglés (prince charming), el francés (Prince charmant ) y el rumano (Prințul Fermecător), pero coincide con el español en italiano (principe azzurro) y catalán (príncep blau).

En otros idiomas bien conocidos como el inglés, el nombre del color forma parte de algunas expresiones como to feel blue, equivalente a ‘estar deprimido’ o el calificativo de blue para películas y cualquier producto de tema sexual (Collins Dictionary), función que en castellano ha ocupado el verde (“Un chiste verde”). En italiano, blu se emplea de manera metafórica para el cielo, y esto ha producido uno de los errores de traducción más conocidos de la historia de la música. Cantaba Roberto Carlos en su famoso éxito “Un gato en la oscuridad” de 1972: “El gato que está triste y azul, / nunca se olvida que fuiste mía”. Si la depresión gatuna todavía podía resultar imaginable, el repentino tono azul del felino ya carecía de todo sentido. Gracias a este interesante post de Alfred López, podemos saber ahora que la frase fue producida por influencia de la letra original en italiano, que decía “Un gatto nel blu” (“Un gato en el cielo”); las exigencias de la métrica hicieron el resto, de manera que el minino pasó de estar en la bóveda celeste (¿Volando? ¿En el tejado?) a cambiar de color de pelaje.

En cuanto a los derivados de azul, podemos destacar algunas voces interesantes que se guardan en el castellano. En primer lugar, aquellos que quieren decir ‘semejante al azul’; el más conocido es azulado, pero hay otros como azulenco, ya presente en el diccionario académico en su edición de 1817. Más antigua aún es la datación de azulino, ya reconocido en la versión de 1803.  Otro derivado es azulón, aplicado a un “azul intenso y luminoso” (DLE), pero también referido a una especie de pato frecuente en nuestra geografía[1] y una paloma de las Antillas llamada azulona. Esta variante ha sido una de las más tardías en incorporarse a los diccionarios (DEL 1970), pero también en los textos del Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español (CDH), pues no hay testimonios hasta la década de 1940-1950: “inmensos cerros cenizos, azulones” (Miguel Ángel Asturias, Hombres de maíz, 1949).

De uso común es azulejo, que debe su nombre a que muchos de estos ladrillos se hacían con el color azul, según indica Covarrubias en su Tesoro (1611). Esta era una voz ya muy empleada en nuestra lengua, documentada en el diccionario hispano-latino de Nebrija (1495) con la equivalencia “Tessela pavimenticia”. Aparte de este significado tan extendido, tenemos azulejo como equivalente a ‘azulado’ en numerosos países hispanoamericanos (Perú, Bolivia, Costa Rica, entre otros), el tono oscuro de un caballo en Argentina, Uruguay y Panamá y algunas especies de aves. Asimismo, son llamadas azulejo algunas especies de plantas como el aciano[2].

En cuanto a azulete, el DLE indica que es “Viso de color azul que se daba a las medias de seda blanca y a otras prendas de vestir” o bien, en la variedad de Aragón, “Pasta de añil en bolas”. Fuera de las definiciones lexicográficas, hoy en día se emplea azulete para denominar a un detergente blanqueador, compuesto de una parte de azul, seguramente la pasta a la que se refiere el diccionario académico hoy en día. Las primeras documentaciones en el CDH son de a partir de 1960, pero la Academia ya incluyó la palabra en 1843.

Azul, azulete o azulón, qué más da. El caso es que siempre será un clásico, para formar palabras e incluso hacer letras de canciones.

Delfina Vázquez.

Imagen: Pixabay.

Cómo citar esta entrada:

Vázquez Balonga, Delfina (2019): “Triste y azul”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: https://textorblog.wordpress.com/2019/09/09/triste-y-azul/.

Referencias

Covarrubias, Sebastián de (1611): Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid: Visor.

DLE= Diccionario de la lengua española. Disponible en <http://www.rae.es&gt;

CDH= Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español. Disponible en <http://web.frl.es/CNDHE/view/inicioExterno.view&gt;

[1] Ánade azulón (Anas platyrhynchos). Catalogado en https://www.seo.org/ave/anade-azulon/

[2] Centaurea acyanus.

Paisajes del pasado (III). La coqueluche

En el querido barrio de Malasaña, junto a negocios de última moda, conviven reliquias históricas del viejo Madrid. No solo de la ciudad institucional, sino también de la que conformaba la vida de un barrio popular. Testimonio de aquella época se ha conservado uno de los tesoros de lo que se ha llamado la “azulejería urbana”, que floreció en la primera mitad del siglo XX en la capital, tanto que ha dado lugar a rutas para contemplar las obras mejor conservadas, como contaba este artículo del diario El País. 

En concreto, nos referimos a los azulejos de la antigua huevería, llamada así actualmente como restaurante, y, justo a su lado, los “Laboratorios Juanse”, habitados por una cafetería. Ambos trabajos de decoración están hechos por el artista Enrique Guijo en los años 20. En esta entrada vamos a comentar una parte de los que corresponden a la farmacia Juanse, un edificio adornado con azulejos dedicados a sus remedios más famosos: el Diarretil (Sí, contra la diarrea) o el Té Purgante Pelletier (“Se toma con placer”). Uno de los anuncios nos ha llamado la atención es el del Jarabe Balsámico Juanse.

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En el cartel se puede ver una escena de hogar, en la que un caballero enfermo es atendido por su esposa, que le pone algo del jarabe en una cuchara. Delante de ellos, un hombre de espaldas al espectador parece señalar las propiedades del medicamento: “Jarabe balsámico Juanse. Para combatir bronquitis, asma, catarros descuidados, coqueluche, grippe, toses pertinaces, principio tisis, etc.”

Si bien podemos identificar la mayorías de los males de garganta que se mencionan, menos usual es el término coqueluche. La consulta al DLE nos da la respuesta: “Med. tosferina”. Para hallar la definición de esta enfermedad, deberíamos ir a la voz que nos remite el diccionario. Para coqueluche, no hay marca geográfica ni temporal (como podría ser desus.), pero lo cierto es que no se emplea hoy en día en el castellano peninsular. Su primera aparición, además, es 1853, en Domínguez, que recurrió al mismo procedimiento que el DLE en su edición más actual: remitir a tosferina, en este caso, todavía separada como tos ferina. Lo mismo hace Zerolo en 1895. Por lo tanto, parece que el ámbito de la Medicina española siempre se prefirió tos ferina, término que viene del latín FERINUS, “perteneciente o relativo a la fiera” (DLE), debido a lo grave de la tos de los afectados por esta enfermedad.

Cuando acudimos al CORDE, podemos observar que la voz coqueluche sí fue empleada, incluso por especialistas, en la primera mitad del siglo XX. Así, el prestigioso médico Salvador Albasanz Echevarría escribe en 1912: “Los estados agudos, bronquitis, pulmonías y broncopneumonías, enfisema, asma, dilataciones bronquiales, coqueluche y los procesos tuberculosos”. Hasta el doctor Gregorio Marañón empleó el término, como en este texto de 1943, en el que también nos muestra el derivado coqueluchoide: “El parecido de la tos de la coqueluche con las demás toses coqueluchoides (…) puede ser muy grande”. En total, CORDE registra 25 casos de coqueluche, mientras que de tos ferina hay 54 y de tosferina 9, por lo que la frecuencia es mayor. El auge de coqueluche en la primera mitad del siglo XX coincide con sus apariciones en los archivos de la Hemeroteca Digital Hispánica. Por ejemplo, en el periódico El Mentidero de 1917 se anuncia un medicamento llamado “Naveral”, del que se asegura que es “Tratamiento eficaz, inofensivo, cómodo de la tos ferina (coqueluche)”.

Para demostrar la desaparición de coqueluche en el castellano peninsular hoy en día basta con consultar el Corpus de Referencia del Español Actual (CREA), que recoge el uso de esta voz a partir de los años 70 en Argentina y Bolivia en 10 casos, en contraste con España, donde solo aparece un caso en 1993, pero procedente de Corazón inmóvil, una novela ambientada a principios del siglo XX. Semejante tendencia se ve en el Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español (CDH).

La voz, por su parte, sigue viva en algunas regiones hispanohablantes muy notables, como el Cono Sur. Del conocido diario argentino Clarín (22/04/2014) hemos extraído un artículo de la sección “Salud” en el que se escribe: “Acerca de la tos convulsa, Pertussis o Coqueluche”. Así también aparece en la página del Ministerio de Salud de Chile en una publicación de 2015: “Coqueluche o tos convulsiva”.

En cuanto a su origen, coqueluche proviene directamente del francés, sin ningún tipo de adaptación gráfica. Según el Dictionnaire Français de Larousse (en línea), puede que provenga del francés medieval coqueluche, ‘capuchón’. El galicismo era un préstamo muy habitual durante todo el siglo XIX y principios del XX, por lo que no es de extrañar que llegara a España por esa vía, aunque finalmente se haya preferido el compuesto con tos (tos ferina o tos convulsiva).

Delfina Vázquez.

Imagen: Delfina Vázquez.

Cómo citar esta entrada:

Vázquez Balonga, Delfina (2019): “Paisajes del pasado (III). La coqueluche”, TextoR. Blog del Grupo de Investigación Textos para la Historia del Español (GITHE). Recuperado de: https://wordpress.com/post/textorblog.wordpress.com/7439

 

Para saber más:

-DLE= Real Academia Española de la Lengua: Diccionario de la Lengua Española. <http:dle.rae.es>

-CDH= Instituto de Investigación Rafael Lapesa de la Real Academia Española (2013): Corpus del Nuevo diccionario histórico (CDH) [en linea]. <http://web.frl.es/CNDHE&gt; [Consulta: 16/01/2019]

-CORDE= REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. <http://www.rae.es&gt; [14/01/2019]

-CREA= REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Banco de datos (CREA) [en línea]. Corpus de Referencia del Español Actual. <http://www.rae.es/recursos/banco-de-datos/crea&gt;

-Domínguez, Ramón Joaquín (1853): Diccionario nacional o gran diccionario clásico de la lengua española (1846-1847). Madrid-París: Establecimiento de Mellado.  Disponible en el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española <http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico&gt;

-Zerolo, Elías (1895): Diccionario enciclopédico de la lengua castellana. París: Garnier Hermanos. Disponible en el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico

 

Pelinegros y rubiales

Aunque no lo tengamos en cuenta muchas veces, el color del pelo es uno de los rasgos que más identifican nuestro aspecto. Por ello, hemos conservado documentos y textos de todo tipo con descripciones físicas en las que se menciona esta característica. Un ejemplo de esto es un curioso documento del corpus CODEA, emitido en la localidad segoviana de Ayllón en 1733, donde se da fe ante notario de que tres cirujanos sangradores de la comarca están en este pueblo y no pueden presentarse ante el corregidor de Segovia. Por ello, y ante la falta de fotografías, se los describe con todo el rigor posible. Del primero se dice:

«Manuel de Pablo, vecino, ziruxano y sangrador en el lugar de Valbiexa y su partido, que es un ombre de mediana estatura, grueso de cuerpo, moreno con dos zicatrizes de heridas pequeñas en el dedo miñique de la mano izquierda, pelinegro, laso de hasta cuarenta y cuatro años».

Como se puede leer, se emplean dos adjetivos que el castellano peninsular actual puede considerar sinónimos: moreno y pelinegro. Sin embargo, en esta época el primero no se empleaba normalmente para referirse al color oscuro del cabello, sino solo de la piel. Así, en el diccionario cronológicamente más cercano al documento, Autoridades (1734), se recoge moreno como “adj. que se aplica al color obscúro, que tira á negro”. También incluye otra acepción: “Llaman también al hombre negro atezado, por suavizar la voz negro, que es la que corresponde”. Lo más probable es que Manuel de Pablo tuviera, sencillamente, la piel tostada o morena. En cuanto a pelinegro, el mismo diccionario lo registra como “El que tiene el pelo negro”. Así aparece en nuestro ejemplo de 1733 y también se encuentra así en documento notarial madrileño de 1726 disponible en la base CORDE[1]: “Manuel González, natural y vezino desta villa, que es un mozo de hedad de treinta y dos años, de mediana estatura, pelinegro, cerrado de barba, color blanco”.

También se empleó pelinegro en los siglos XVIII y XIX para el manto de los animales, como se ve en un anuncio del Diario de Madrid en 1788: “Una mula de edad de 10 años, pelinegra alta 7 quartas y 8 dedos”. Este es un típico compuesto adjetival con el sustantivo referido a la parte del cuerpo unido al adjetivo, del tipo pelirrojo, paticorto, barbilampiño, cariacontecido y otros muchos. En concreto, la voz pelinegro se ha ido perdiendo mientras crecía la popularidad de moreno en referencia al color del cabello; no obstante, se puede ver en literatura de los siglos XIX y XX (“¿Eres pelinegra?”, en Luces de Bohemia, de Valle Inclán, 1924).

Para el cabello rubio, la lexicografía del siglo XVIII se resiste a recoger el adjetivo rubio para persona de pelo claro, al menos de manera explícita; en Autoridades y otras ediciones académicas del siglo se prefiere pelirrubio. Para rubio, se indica “Lo que tiene el color róxo claro, ù de color de oro”. Es decir, tampoco se expresa con claridad si es ‘amarillo’ o ‘rojizo’. Debido a que viene del latín RUBEUS, rubio ha mantenido el significado de ‘rojo, rojizo’ en algunas acepciones, como la citada, o la raíz llamada rubia, también recogida por Autoridades como “Raíz bermeja que produce los tallos quadrados y ásperos”. Sin embargo, el adjetivo para persona estaba ya en uso; en un documento de CODEA encontramos una declaración de la Inquisición que hace una joven llamada “María la Rubia” (CODEA 1673, Córdoba, 1747). Y en CORDE ya se ven ejemplos, como este fragmento de Torres Villarroel (1727-1728): “una muchacha de diez y nueve a veinte años, sin pelo de barba, rubia como el sol”.

Por cierto, la forma coloquial rubiales parece una creación jocosa, influida por el plural del sustantivo rubial (‘tierra donde se cría la rubia’ y ‘tierra que tira a rubio’), posiblemente “homonima parasitaria”. Debió ser una novedad léxica de finales del siglo XIX, ya que en CORDE se empieza a ver en Blasco Ibáñez, Galdós y Valle Inclán.

El compuesto morfológico con peli- que más conocemos hoy en día es pelirrojo, pero, como ya explicamos en este post,  no siempre fue el empleado. En el Tesoro de Covarrubias (1611), bermejo es “el hombre que tiene el cabello y la barba de color roxo muy subido”. Más de un siglo más tarde, Terreros (1787) reconoce por primera vez pelirrojo, pero lo considera equivalente a pelirrubio: “el que tiene el pelo rubio”, una nueva muestra de ambigüedad entre un color y otro. No es hasta 1884 cuando las ediciones académicas incluyen el término y, además, lo consideran diferente y con la acepción actual: “Pelirrojo: Que tiene rojo el pelo”.  En la base CORDE no se ve hasta 1911, en su forma femenina singular: “y la muchachita gordezuela y pelirroja” (La Primera República, de Benito Pérez Galdós).

Por otra parte, castaño, como es sabido, se emplea para designar el color pardo o marrón en referencia al color de la castaña, pero hoy se aplica sobre todo al cabello. En cambio, en los documentos del siglo XVII se encuentra sobre todo al referirse al pelaje de los animales: “Una yegua castaña oscura” (CODEA 1839, Madrid, 1688). De hecho, Covarrubias (1611) define castaño como “Color de los caballos y mulas”. Con todo, en el siglo XVIII ya no faltan referencias al pelo o cabello de ese color, como en este texto que nos muestra CORDE: “de barba y cabello castaño” (Historia antigua de México, 1780). Y en la prensa madrileña dieciochesca, si bien hay numerosos contextos de uso con animales, sobre todo caballerías perdidas o en venta, también podemos leer el uso de este adjetivo referido a una niña extraviada en la capital en 1788: “una muchacha llamada Tomasa, de 12 a 13 años: pelo castaño claro muy corto, ojos azules, gordita, blanca, con guardapiés azul y mantilla blanca” (Diario de Madrid, 14 de junio de 1788).

Delfina Vázquez.

 

Para saber más:

-Autoridades = Real Academia de la Lengua Española (1726-1739): Diccionario de Autoridades. Disponible en el NTLLE.

– CORDE = Corpus Diacrónico del Español. <http://www.rae.es/recursos/banco-de-datos/corde&gt;

-Covarrubias = Covarrubias, Sebastián de (1611): Tesoro de la Lengua Castellana o Española. Disponible en el NTLLE.

– DLE= Diccionario de la Lengua Española. <http://dle.rae.es&gt;

Diario de Madrid. Disponible en la Hemeroteca Digital. http://hemerotecadigital.bne.es/index.vm

– NTLLE= Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española.  <http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.0.0.0.0.&gt;

[1] Aprobación y examen de maestro dorador de fuego (Documentos sobre la vida privada española). Madrid, 1726.